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Historias de buenos y malos

La superioridad moral que caracteriza al populismo se extiende a derecha e izquierda

Víctor Lapuente
Irene Montero, Pablo Iglesias e Íñigo Errejón.
Irene Montero, Pablo Iglesias e Íñigo Errejón.ULY MARTÍN

Cuando me ofrecieron escribir este artículo, me preguntaron: “¿Existe un populismo bueno (de izquierdas) y uno malo (de derechas)?” Y pensé que esa es la esencia del populismo: entender que hay una opción política buena y otra mala, que hay una ideología moralmente superior. Este instinto populista es un resorte que todos llevamos dentro. Tendemos a imaginar que nuestros adversarios políticos desean algo malo para el país o para el “pueblo”, cuando, en realidad, prefieren otros caminos ideológicos para solventar unos problemas del pueblo que también les preocupan.

Como señala con acierto Benito Arruñada, esta superioridad moral está muy extendida en la izquierda. El Partido Popular o Ciudadanos son vistos, en el mejor de los casos, como títeres de los poderes económico-financieros y, en el peor, como una casta corrupta que persigue su lucro personal. En EE UU, a los demócratas les cuesta reconocer que los republicanos tengan unos valores morales dignos de respeto. No creen que los republicanos se opongan al aborto porque defienden el valor de la vida, sino porque quieren oprimir a las mujeres.

Pero la derecha también peca de superioridad moral. En EE UU incluso los políticos de principios recios, como Marco Rubio, están cayendo en el juego destructivo. Recientemente, el senador por Florida afirmaba que “cree apasionadamente” que Obama quiere destruir América como parte de un “plan” deliberado. La campaña de otros candidatos republicanos a la presidencia se asienta sobre idénticas premisas. No es que los demócratas se equivoquen a la hora de apostar por la implantación de un sistema sanitario con más peso público (Obamacare) en lugar de privado (un mercado desregulado de aseguradoras). No. El problema es que los demócratas buscan un fin pernicioso. Quieren subyugar al pueblo americano e implantar un régimen socialista.

Esta sensación de superioridad moral es la piedra angular sobre la que se asienta el populismo. Cuando logras transmitir a amplios sectores de la sociedad que hay una élite política que no es que proponga medios alternativos para alcanzar unas metas parecidas, o que defienda unos principios diferentes a los tuyos, pero también respetables (como la elección de la mujer de interrumpir un embarazo), sino que quiere someterte socioeconómicamente y pisotear tus principios, entonces tienes una audiencia populista. Un público intolerante con los demás que tolerará mejor tus excesos políticos.

Cuando transmites que hay una élite política que pisotear tus principios, entonces tienes una audiencia populista

Ya sólo falta combinarlo con una buena estrategia populista. Como los yogures, las hay de todos los sabores. Pero comparten un sustrato maquiavélico, que es comprensible porque, si percibes la política como la guerra con alguien que te quiere destruir, casi cualquier medida está justificada. Veamos dos muy distintas. Por un lado, la estrategia simplona de Trump, que no construye argumentos separando ideas y frases, sino que enlaza una ristra de eslóganes facilones con bravuconadas de imposible ejecución. Pero así es capaz de presentarse como la encarnación del pueblo frente a los grandes lobbies y la élite política de Washington. Una ironía, pues el ciudadano Trump es la personificación misma del poder económico.

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Por otro lado, la estrategia más compleja de Podemos —que, por cierto, no debemos confundir con la de muchas de sus confluencias, que tienen una aproximación política más constructiva—. En palabras de sus dirigentes, el objetivo de Podemos es “dicotomizar el espacio político” entre un pueblo y un “antipueblo”, un enemigo que ellos quieren construir con su discurso. Pablo Iglesias lo admitía sin ambages en su artículo en New Left Review. La “hipótesis Podemos” buscaría la “latinoamericanización” del sur de Europa, una “posibilidad populista” teorizada por Ínigo Errejón siguiendo la estela de Ernesto Laclau, autor de La razón populista. El artículo es un manual abierto sobre cómo manipular el lenguaje para los fines partidistas. Por ejemplo, Iglesias considera que no hay que revelar qué piensa el partido en determinadas áreas (como política penitenciaria) hasta que no se haya conquistado “la maquinaria de poder institucional”. Una vez en el poder y como escribió Errejón en otro artículo revelador, un Gobierno popular “no puede ‘gobernar para todos’. Es más, no puede dar siquiera la imagen de que gobierna para todos porque eso sería tanto como disolver la identidad popular”. Vamos, que la mujer del César no debe ser honesta ni parecerlo.

Los populistas crecen en toda Europa y los intentos de enfrentarse a ellos utilizando su mismo código binario —nosotros, los demócratas, contra ellos, los radicales— sólo les reforzarán. La atención de los partidos tradicionales y no-populistas (incluyendo grupos aliados a Podemos) debe centrarse en ellos mismos, en crear un clima político de respeto mutuo. Que la izquierda reconozca en la derecha unos valores morales tan dignos como los suyos y una vocación de contribuir al bienestar social tan loable como la suya; y viceversa. Acusar a tu adversario ideológico de no querer gobernar para todos es la mejor manera de abrir la puerta a los que efectivamente no quieren gobernar para todos.

Víctor Lapuente es profesor de Ciencias Políticas de la Universidad de Gotemburgo y autor de El retorno de los chamanes.

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