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Columna
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No es la soberanía, es la ducha fría

La salida de Reino Unido dejaría muy tocada a la Unión Europea y a Occidente

Francisco G. Basterra

El líder de los liberales en el Parlamento Europeo, el belga Guy Verhofstadt, afirmaba recientemente que Europa sin el Reino Unido no cuenta, no puede ser, a pesar de sus 500 millones de habitantes, un contrapeso de China, Estados Unidos o Rusia. El doble veto de De Gaulle, en 1963 y 1967, al ingreso de Gran Bretaña en la Comunidad Europea fue la ducha fría que le despertó del sueño de su espléndido aislamiento. Posteriormente ingresó en la CEE, ratificándolo luego por referéndum. La única cura rápida para su situación de letargo solo puede ser un estímulo externo. El único remedio seguro es volcarse hacia fuera, recetaba en 1971 Anthony Sampson, en su indispensable Anatomía de Gran Bretaña (Tecnos).

Hoy, medio siglo después, to be or not to be together es la cuestión, como ha resumido en un tuit Donald Tusk, presidente del Consejo Europeo. Para muchos eurófilos, Reino Unido es un europeo accidental, que sigue pensando que la niebla en el Canal de la Mancha a quien aísla es al continente; remiso, en búsqueda siempre de excepciones y concesiones, que debiera abandonar el club, sin que medie destrozo alguno. Craso error, porque el abandono de Reino Unido dejaría muy tocada a la UE, y a Occidente, despertando solo el aplauso de Putin. Rusia es fuerte cuando Europa es débil.

El Brexit no aporta beneficios económicos o geoestratégicos demostrables a ninguna de las dos partes. La cuestión hamletiana a resolver la provocan dos factores combinados: lo pequeño que se ha hecho Reino Unido y la debilidad del proyecto europeo, que navega a la deriva, sin apoyo ciudadano y sin políticas comunes. Con un absurdo reforzamiento de los Estados nación en un intento, destinado al fracaso, de contener la globalización. Ninguna institución tiene la obligación moral de autodestruirse, pero al mismo tiempo la historia nos demuestra que el éxito, el proyecto de integración europea lo ha sido, y grande, nunca es definitivo.

El argumento más sólido de los escapistas británicos es la necesidad de recuperar la soberanía de su Parlamento, la madre de todos los parlamentos, lo que sería incompatible con su pertenencia a la UE. La soberanía en el siglo XXI es siempre relativa, nos recuerda Bagehot en The Economist. Su absolutismo forma parte del pensamiento mágico: es una fantasía. Gran Bretaña lleva cediendo soberanía desde 1945 a poderes extraños: la OTAN, el FMI, la OMC. La central nuclear de Hinkley C, la primera que construirá Reino Unido desde 1995, será financiada por China y el proyecto liderado por la empresa pública francesa EDF. ¿Hablamos de soberanía energética?

En un mundo interdependiente, la opción no es entre la soberanía pura y la compartida, sino entre la compartida y ninguna. Debemos buscar un juego de suma cero, en el que las ganancias de Reino Unido y la UE se equilibren. Porque cuando más interdependientes somos, prosperamos cuando los demás también prosperan. La decisión de continuar en la Unión es la ducha fría que necesitan tanto Gran Bretaña como Europa.

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