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Tribuna
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El lugar del crimen (Yarumal, Antioquia)

La oposición uribista, torva e inescrupulosa, ha puesto en escena una pequeña rebelión para enlodarlo todo, para enrarecerlo todo más que de costumbre

Ricardo Silva Romero

El lugar del crimen es, antes y después, un lugar en paz. En el municipio de Yarumal, en el montañoso norte de Antioquia, hacia 1993 tuvo su centro de operaciones una aceitada banda de “limpieza social” llamada Los 12 apóstoles, pero hoy cuesta imaginar la tortura y el desmembramiento en sus serenos caminos empinados. Cuentan las víctimas y sus victimarios –y los respalda una categórica sentencia del Consejo de Estado de 2013– que en colaboración con la policía y el ejército, y con la bendición de la Iglesia y el dinero de los comerciantes de la región, el clan asesinó a decenas de personas como cumpliendo su destino. Sus miembros vestían de negro. Querían darles escarmiento a lo que llamaban “deshechos”: secuestradores, asaltantes, amigos de la guerrilla. Cometían sus crímenes a plena luz del día y a la vista de todos.

Y qué sentido habría tenido reunir el coraje para decirles a las autoridades “es que vengo a denunciar que ustedes nos están matando”. Y dónde estaba Colombia mientras tanto.

El hacendado Santiago Uribe, hermano de un recio senador antioqueño que se volvió un nefasto presidente colombiano, fue interrogado por la fiscalía en mayo de 1996 y en febrero de 2000 porque ciertos dedos lo señalaban como el jefe de la banda, pero su proceso fue archivado “por falta de pruebas” dos años después. Si un cuestionado policía de apellido Meneses no le hubiera confesado a The Washington Post, en 2010, su participación en los crímenes rutinarios de Los 12 apóstoles (y si no hubiera repetido desde entonces que lo primero que supo de aquel grupo monstruoso fue que su jefe era el enjuto Uribe), entonces el caso habría seguido siendo un puño cerrado. Y la fiscalía no habría capturado al terrateniente Uribe la semana pasada. Y el partido de su hermano no estaría llamando a una guerra civil.

Sí, la oposición uribista, torva e inescrupulosa, ha puesto en escena una pequeña rebelión para enlodarlo todo, para enrarecerlo todo más que de costumbre, para que este país en el que “8 de 10 no creen en la justicia” no sepa bien a quién creerle. Se ha repetido una mentira a medias hasta que suene a verdad: “la fiscalía está persiguiendo a la oposición”. Se ha gritado en el Congreso, libremente, que Colombia es una tiranía. Y mientras tanto en la calle, en donde ya nadie escucha a los políticos “porque para qué…”, ha ido asumiéndose la noticia de la captura como un problema ajeno. Y desde el templado, escarpado, traumatizado Yarumal ha tratado de recordarse que aquella “limpieza social” de hace veinte años no sólo fue una venganza de ciertos ganaderos, sino una empresa política inclemente e ilegal que poco a poco se tomó el poder.

El jueves pasado, cuando oímos al uribismo reduciendo a conspiración un viejo proceso abierto desde hace ocho fiscales, el portero de este edificio me contó que es un desplazado de una banda paramilitar “que sacó a la guerrilla para sacarnos a todos…”. El viernes, luego de oír en la radio que el hermano del expresidente sería trasladado a un búnker antioqueño, un taxista me dijo “aquellos me mataron un hermanito…”. Y fue claro para mí que, pase lo que pase, es de vida o muerte recordar lo que pasó: que con el cura de una de las tres parroquias de Yarumal, como nadie en Colombia iba a decirles que no, se reunieron ciertos prohombres impunes a decretarles la muerte a sus “indeseables”.

Y que esta historia dejará de perseguirlos de Yarumal a Bogotá, griten lo que griten los políticos que se han hecho entre la guerra, cuando por fin le reconozcan a los hermanos Quintero Zapata –entre tantos– que una noche de la infancia unos “apóstoles” encapuchados y a sueldo los obligaron a ver cómo les mataban a su padre.

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