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Columna
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El Cristo de Lula no encuentra paz

Que Lula le busque a su Cristo, que ya presidió tantos de sus triunfos como Presidente, un lugar donde no se sienta incómodo

Juan Arias
Lula da Silva en su despacho, en 2010.
Lula da Silva en su despacho, en 2010.Ricardo Moraes (Reuters)

El artístico crucifijo de madera que presidió durante ocho años el despacho del Presidente Lula da Silva, y que hoy ha sido encontrado por la policía en el cofre de un banco nunca tuvo paz.

Cuando en mayo de 2010, Juan Luis Cebrián, Presidente del Grupo Prisa y fundador de este diario, entrevistó a Lula, le chocó ver aquel enorme crucifijo presidiendo su despacho.

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Lula le explicó que se lo había regalado un amigo y que era una talla de un artista portugués del siglo XVI. Le contó en la entrevista que él era católico, que el PT le debía mucho a la Iglesia y que él nunca habría sido elegido sin el apoyo de las comunidades cristianas de base.

Señalando a su jefe de gabinete, Gilberto Carvalho, que estaba presente, bromeó: “Él fue seminarista, quiso ser cura, pero después se arrepintió”. Carvalho sonrió.

Acabada la presidencia de Lula y llegada al Planalto su sucesora, Dilma Rousseff, el crucifijo desapareció. Acabaría descubierto por la policía federal en una caja fuerte del Banco de Brasil en Sao Paulo, durante las investigaciones abiertas contra Lula en el escándalo de corrupción de la Lava Jato.

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El crucifijo que Lula “no robó”, ni “Dilma descolgó”, como se había maliciosamente insinuado, ya que era suyo antes de ser presidente, pasó, sin embargo, por una serie de peripecias que lo convirtieron en un peregrino sin paz.

Propiedad del obispo de Duque de Caxias, Mons. Mauro Morelli, la imagen sagrada fue puesta en venta para resolver una penosa situación económica de la familia del eclesiástico.

Lo compró, al parecer por 60.000 reales, José Alberto de Camargo, que, después, “no sabiendo que hacer con él”, acabó regalándoselo a Lula, amigo suyo, que se lo llevó al Planalto cuando ganó por primera vez las elecciones presidenciales.

El pobre crucifijo volvió a ser allí de nuevo objeto de discusión. ¿Por qué aquella escultura cristiana iba a estar tan visible en el despacho del Presidente de un Estado laico? hubo quién objetó entonces.

Por segunda vez, no se sabía qué hacer con aquel crucifijo. Fue Lula quién zanjó las discusiones y decidió que se quedaría allí, con él.

A ese punto, Frei Betto, que fue uno de los asesores del nuevo Presidente, quiso que el Cristo fuera introducido con un rito religioso. En presencia de Lula y de sus más estrechos colaboradores, Frei Betto improvisó una ceremonia en la que se recitó el Padre Nuestro para que Dios bendijera al primer gobierno del PT y al nuevo Presidente Lula.

Acabado el segundo mandato de Lula, el crucifijo salió del Planalto. Desde entonces, nada se volvió a saber del artístico y emblemático crucifijo, hasta que hace unos días, la policía lo encontró en un lugar poco indicado para tal objeto sacro: en la caja fuerte de un banco, en compañía de joyas, espadas adornadas con piedras preciosas, medallas de oro y otros objetos valiosos.

Aquel crucifijo representa para los cristianos al profeta Jesús de Nazaret, que en vida echó por tierra las mesas de los mercaderes del Templo, a quienes acusó de haber convertido aquel lugar en “una cueva de ladrones”.

Si es cierto que aquel crucifijo presidió los ocho años del gobierno Lula; si le habían rezado entonces para que protegiera a los gobiernos del PT, lo mejor sería que fuese liberado de donde está para que de nuevo vuelva a darle suerte.

Todo, menos tenerlo escondido en un banco, el templo del dinero, ya que los evangelios nos cuentan que el profeta Jesús, que acabó crucificado por defender a los desvalidos contra los poderosos, era tan pobre que no tenía ni casa.

“Y Jesús les dijo: “Las zorras tienen madrigueras y las aves nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene donde reclinar la cabeza” (Mt. 8,20)

Que Lula le busque a su Cristo, que ya presidió tantos de sus triunfos como Presidente, un lugar más digno donde no se sienta incómodo.

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