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“El conductor mantuvo la calma pese a los cuerpos en el andén”

Relato del español a los mandos del convoy que marchaba justo detrás del atacado

El conductor del metro de Bruselas que circulaba detrás del vehículo que sufrió el atentado en la estación de Maelbeek.
El conductor del metro de Bruselas que circulaba detrás del vehículo que sufrió el atentado en la estación de Maelbeek.Bernardo Pérez

“¡Cortad la electricidad! ¡Algo grave pasa en el metro de enfrente!” J. D. R., español nacido en Bruselas, iba a los mandos de uno de los convoyes del metro de la capital belga cuando oyó la voz agitada de una compañera en la radio interna del suburbano. Acababa de cruzarse en el túnel con el metro donde un suicida se hacía explotar. Eran los primeros en saber que algo no iba bien.

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A la voz femenina le sigue otra masculina. Es Christian Delhasse, el conductor del tren atacado. “He tenido una explosión muy grave. Voy a ver qué pasa”, le oye decir. El maquinista español está tres paradas más atrás y aguza el oído unos instantes que recuerda eternos. “Pasaron dos o tres segundos hasta que [el conductor del metro afectado] llama a la seguridad y pide que envíen todo lo posible [en referencia a equipos de emergencia] diciendo que lo que hay es terrorífico y horrible. Al oír su tono de voz, su gravedad, sentí escalofríos. Llevo dos noches sin dormir. Solo me viene a la cabeza eso”, recuerda desde una cafetería de la capital europea con la cara tensa, la frente arrugada, la lengua empujando la mejilla. El nudo adivinándose en la garganta.

Cuando es consciente de la gravedad de la situación que vive, decide parar unos segundos y pensar. Tiene que hacer salir a los que viajan con él. Teme que pueda ser atacado. “Muchísimas veces van de dos en dos, como pasó en el aeropuerto, como pasó en París, en Madrid o en Nueva York”. Y pronuncia unas palabras que repite como si todavía fuera martes y estuviera de nuevo bajo tierra a los mandos de su tren: “Aviso a todos los pasajeros. Este metro no se va a mover. Les pido por favor que con toda la calma del mundo salgan del metro y se dirijan hacia las salidas de la estación. Muchas gracias”.

La gente obedece y sale caminando con la normalidad del que ignora que solo unos metros delante hay un reguero de cadáveres. J. D. R. también camina. Lo hace con la soledad y el peso a cuestas de ser el único de los que sale que sabe la gravedad de los hechos, ni afirmando ni negando cuando los pasajeros se le acercan y le preguntan si es una bomba. “Si hubieran notado que estaba nervioso, el pánico hubiera cundido e imagínate 500 personas corriendo”. Es hora punta en la línea que pasa por las instituciones europeas y la parada de Maelbeek es un gran cementerio donde yacen más de una decena de muertos. El maquinista español escapó por poco: “Si el suicida acciona los explosivos cinco minutos más tarde, me pilla a mí”.

Su admiración hacia la respuesta del compañero que conducía el metro atacado es infinita: “Ha sabido guardar la calma mientras veía cuerpos esparcidos por el andén para sacar a los demás viajeros”. Ha hablado con él y le ha contado el origen de esa sangre fría. “Ya había intervenido en casos de suicidios”, dice.

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El conductor español llama para avisar de que ha vaciado su vehículo. Las fuerzas de seguridad llegan: “La policía bajó del coche pistola en mano, metralleta al hombro. Aquello parecía una película, fui con ellos por si había alguien escondido”.

El día después J. D. R. acude a trabajar. Muchas estaciones están cerradas y los trenes no se detienen en todas las paradas. Las medidas de seguridad se han multiplicado y los militares registran las mochilas de los pasajeros. “El miedo en el cuerpo sigue estando ahí por muchos medios que pongan. El militar te puede defender si vienen con metralletas pero alguien con un cinturón de explosivos debajo igual te guiña el ojo y se hace explotar”, cuenta.

El conductor llega a la estación, cercana a su casa, para empezar una nueva jornada, diferente a todas las anteriores. “Lo primero que hice en cuanto pude el martes es hacer una videollamada a mi hijo para verlo. Eso es lo que más me calmó”. El 22 de marzo ya nunca será un día más para él. De entre las instantáneas que aparecían en su cabeza en los momentos de mayor tensión una destacaba sobre el resto: “Cuando pasó todo esto tenía la imagen de mi hijo. Es a lo que te aferras”.

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