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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Libertad frente a seguridad

Los líderes políticos de la Unión Europea deben atreverse a acometer cambios fundamentales en el tratamiento de la inmigración musulmana

Un soldado belga monta guardia en el centro de Bruselas.
Un soldado belga monta guardia en el centro de Bruselas.YVES HERMAN (REUTERS)

¿Libertad o seguridad? Los dos atentados de 2015 en París obligaron a Francia a declarar el estado de emergencia. En la práctica, esto significa que el Estado puede impedir la libertad de movimiento, de asociación, de prensa y de expresión; detener, retener e interrogar a sospechosos sin garantizarles su defensa, y muchas cosas más. Tratando de encontrar un equilibrio entre libertad y seguridad, los franceses han optado claramente por menos libertad y más seguridad. Es posible que los atentados de Bruselas lleven a los belgas, y tal vez a otros países europeos, a revisar este equilibrio. Sea cual sea el resultado, una cosa es segura: habrá más atentados, y después de cada uno de ellos, los Gobiernos seguirán menoscabando las libertades de los europeos sin conseguir de ningún modo significativo que estos se sientan más seguros. Pero, un momento, ¿no eran precisamente esas libertades las que hacían a Europa y al resto de Occidente tan especiales?

Hoy en día, Europa corre el riesgo de recaer en sus antiguos malos hábitos: conflicto ciudadano y leyes de emergencia, por no mencionar los partidos populistas que respetan poco la ley y la libertad individual. El problema es crónico. No se trata solo del terrorismo islamista. Como consecuencia de la insidiosa islamización, las calles de un número cada vez mayor de barrios de las ciudades no son seguras para que las chicas transiten por ellas sin tomar antes las medidas oportunas para evitar el acoso sexual y otras cosas peores. El cambio de carácter de esas zonas no es solamente resultado de la inmigración. Existen colegios, seminarios y mezquitas que infunden sistemáticamente en los corazones y las mentes de los jóvenes procedentes de países no europeos, o cuyos progenitores no son europeos, un rechazo a las libertades y a la igualdad que se suponen que son los valores básicos del continente.

Los inmigrantes musulmanes de Europa son diversos. No obstante, tienen varias cosas en común. Todos llegaron de sociedades en las que no hay libertad. Esta circunstancia ha modelado sus identidades, así como sus lealtades y opiniones.

A partir de los datos de las últimas cinco décadas, vemos que los países europeos que acogieron a esos inmigrantes tienen problemas para integrarlos. Pero no han fracasado del todo. Muchos inmigrantes musulmanes (yo era uno de ellos) se han adaptado a lo largo del tiempo adoptando los valores fundamentales de Europa, y han utilizado las libertades que descubrieron en el continente para aprender, educarse a sí mismos y a sus hijos, encontrar un empleo bien remunerado, montar negocios, votar y participar en la política, y progresar en muchos sentidos. El problema es que los adaptados no son necesariamente la norma.

Hay algunos hombres jóvenes, en su mayoría, que decidieron convertirse en una amenaza. Algunos han sido víctimas de violencia doméstica y luego la ejercen ellos mismos. Otros abandonan los estudios, cometen delitos, y pasan parte de su vida en la cárcel o de camino a ella. Luego están los que vinieron a Europa y resultaron ser fanáticos religiosos, que utilizan las libertades de los países que les dieron asilo para difundir una práctica premedieval del islam.

Como consecuencia de la insidiosa islamización, las calles de algunos barrios no son seguras para las chicas
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Y, por último, están los vagos: hombres y mujeres con poca o ninguna educación reglada, que aceptan agradecidos los subsidios, viven de ellos, e invitan a sus familias del extranjero a venir y aprovecharse.

Los adaptados existen, pero no son forzosamente la norma. En 2008, el Centro Científico para la Investigación Social de Berlín llevó a cabo un extenso Estudio Comparativo de la Integración de los Inmigrantes en Seis Países (SCIICS, por sus siglas en inglés) entre los inmigrantes musulmanes de Alemania, Francia, Holanda, Bélgica, Austria y Suecia. El estudio llegó a la conclusión de que casi el 60% de los inmigrantes musulmanes están de acuerdo con que los miembros de esa religión deberían volver a las raíces del islam; el 75% cree que solo hay una interpretación posible del Corán; y el 65% afirma que las normas religiosas son más importantes para ellos que las normas del país en el que viven. El 44% de los musulmanes entrevistados demostraron tener creencias fundamentalistas sólidas. Opiniones como estas auguran serios problemas para la cohesión social europea.

Hay que decir que las diferentes categorías no están separadas rígidamente. El hijo de un vago puede convertirse en un adaptado y hay fanáticos que acaban desencantados. Y, a revés, los que eran una amenaza se convierten en fanáticos.

¿Qué hay que hacer? Las élites políticas europeas oscilan entre la compasión sin límites y el regateo desesperado con el Gobierno turco para desviar la marea de refugiados. La compasión es un sentimiento noble, pero ¿qué hay de aquellos cuyas vidas fueron destruidas de una forma tan horrible por los fanáticos en Bruselas y París? ¿Y de las personas más o menos aterrorizadas por las amenazas? En suma, ¿qué hay de los europeos que no están a salvo?

Si las élites europeas se limitan a ignorar estas cuestiones, se beneficiarán el Frente Nacional en Francia, el Partido por la Libertad en Holanda, Alternativa para Alemania y todos los demás partidos cuyo principal compromiso electoral es restringir la inmigración. En EE UU observamos la misma dicotomía: por un lado, Obama, quien, al parecer, cree que la islamofobia es un problema mayor que el terrorismo islamista, y, por el otro, Trump, con su tosca demanda de que no se permita entrar al país a ningún musulmán.

Si queremos evitar la horrible oscilación entre compasión y exclusión, nuestros gobernantes tienen que reflexionar de nuevo, y hacerlo deprisa. En primer lugar, necesitamos tanto limitar como gestionar con más inteligencia el flujo de inmigrantes. En particular, tenemos que cambiar la clasificación artificial existente entre solicitantes de asilo, refugiados e inmigrantes económicos. La magnitud de la actual afluencia de inmigrantes convierte este marco de referencia en poco menos que absurdo. Sin duda, sería mejor seleccionar a las personas en función de quién tiene más posibilidades de adaptarse. Durante la Guerra Fría, Estados Unidos no vacilaba (de hecho, sigue sin vacilar) en excluir incluso a los viajeros miembros de organizaciones prohibidas, como el Partido Comunista. A mi modo de ver, hoy día tenemos que poner en práctica pruebas parecidas para excluir de Europa a los miembros de grupos islamistas.

Por otra parte, hay que crear una infraestructura dirigida a acelerar el proceso de adaptación. No basta con que un inmigrante aprenda el idioma local y consiga un trabajo. Tiene que estar dispuesto a adoptar los valores del país que le ha dado asilo. La obligación del Gobierno en cuestión es velar por que el inmigrante se familiarice con esos valores, y hacer que se los transmitan instructores que sepan apreciar lo que está en juego.

Las élites europeas oscilan entre la compasión sin límites y el regateo desesperado para desviar a los refugiados

En tercer lugar, es crucial que los Gobiernos europeos desarrollen un procedimiento eficaz de repatriación de las personas incapaces de adaptarse o que no están dispuestas a hacerlo.

En cuarto lugar, tenemos que revisar los sistemas judiciales penales europeos. Estos sistemas son demasiado tolerantes con los delincuentes. Y, lo que es peor, las cárceles europeas funcionan cada vez más como centros de extremistas dedicados al proselitismo. La solución sería crear e implementar un programa carcelario que vele por que los islamistas no tengan ocasión de adoctrinar a los reclusos.

En quinto lugar, el sistema de residencia y ciudadanía permanente se debería actualizar para que refleje la realidad sobre el terreno. Se ha otorgado la ciudadanía a demasiados fanáticos. Se debería considerar que cualquiera que declare lealtad al Estado Islámico ha renunciado a la ciudadanía europea.

En sexto lugar, Europa tiene que dejar de pretender que la estabilización del mundo musulmán no es su problema. El respaldo mal concebido a la intervención en Libia y la intervención tardía en Siria han tenido resultados desastrosos, igual que el abandono de hecho de Irak. Los presupuestos de defensa de Europa son injustificablemente bajos.

Por último, reconozcamos que estamos en guerra. Una guerra profundamente asimétrica, sin duda, pero lo que hemos presenciado en París y en Bruselas ya no se puede despachar calificándolo de terrorismo.

¿Libertad o seguridad? Una sociedad libre reconoce que hay un término medio, e intenta dar con el equilibrio adecuado. Cuando la ataca un enemigo despiadado, el equilibrio cambia. Si nuestros líderes no lo admiten y proponen cambios fundamentales en el modo en que abordamos la emigración musulmana, se arriesgan no solo a perder la iniciativa en favor de los populistas, sino también a perder el poder mismo.

Ayaan Hirsi Ali, investigadora en la Harvard Kennedy School y el American Enterprise Institute, es autora de Reformemos el islam (Galaxia Gutenberg, 2015).

© Ayaan Hirsi Ali.

Traducción de News Clips.

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