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Columna
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Las elecciones como catarsis colectiva

Si Dilma Rousseff decidiese convocar elecciones, estaría dando un ejemplo de responsabilidad republicana y de amor por el país

Juan Arias

Empieza a pergeñarse la idea de que Dilma Rousseff tenga que convocar nuevas elecciones generales ante la imposibilidad de seguir gobernando un país tan importante y cada vez más hundido en una grave crisis política, ética y económica.

Hoy habría dos salidas. Una, jurídica, a través del Tribunal Superior Electoral, que investiga las cuentas de campaña de la presidenta; la otra, a través de un proyecto de reforma constitucional. Esta última, sin embargo, es una opción que parece improbable por ahora, ya que los parlamentarios estarían votando un proyecto que abreviaría su mandato en caso de que fuesen convocadas elecciones generales.

De ser así, estaríamos ante una catarsis colectiva. La sociedad brasileña está viviendo, en efecto, una especie de tragedia griega de la que se han interesado, dentro y fuera del país, estudiosos, viñetistas y gente común a través de las redes sociales.El humorista José Simâo, en su última columna del periódico Folha de S. Paulo, afirma irónico: “Brasil necesita de una intervención psiquiátrica”.

Aristóteles, en su obra Poética, analiza la catarsis como una purificación conseguida a través del espectáculo teatral de una tragedia.

Unas elecciones anticipadas, con su rito de acudir a las urnas en libertad para que los electores decidan soberanamente, podría significar, en este momento de alta tensión política y emocional, ese espectáculo teatral del que habla el filósofo, capaz de aliviar tensiones acumuladas y hasta de librarnos de nuestros demonios internos.

En psicoanálisis, la catarsis puede convertirse en una terapia que ayuda al paciente a entender y controlar mejor sus emociones.

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En las tragedias griegas el motivo de todas las desgracias era la hybris, o el orgullo desmedido que hace que los mortales se crean superiores a los dioses. Esa sensación de superioridad, sea de los políticos que de sus seguidores, es lo que lleva tantas veces al enfrentamiento de ideas en el que cada uno considera la suya no solo la mejor, sino la única.

De ahí la sensación de estar viviendo una guerra civil entre hermanos, que llega a dividir a miembros de una misma familia y a enfrentar a amigos de una vida. Es una guerra de emociones en las que descargamos también el peso de nuestros miedos interiores.

Los psicólogos alertaban estos días sobre el peligro y la dificultad que la sociedad brasileña está encontrando para resolver ese enfrentamiento entre seguidores de uno u otro líder o partido político, cada vez más enconado, sin que se le vea una salida capaz de derribar los muros que están siendo levantados como trincheras de guerra.

Esa salida podría ser, sin duda, la de unas elecciones anticipadas que permitirían a la sociedad ir a las urnas para escoger a quién se considere el mejor o la mejor para, en expresión de Lula da Silva, colocar en sus raíles a un “Brasil descarrilado”.

Un movimiento de la calle reza: “Que se vayan todos”, que significa que los brasileños no aceptan más a los políticos corruptos sean del partido que sea.

Las elecciones serían el momento para que la sociedad unida desaloje de la política a los personajes que, aun con decenas de imputaciones judiciales a sus espaldas, acaban eternizándose en el poder.

La política brasileña necesita de sangre nueva. Si a la sociedad se le diese hoy la posibilidad de ir a las urnas, podría tratarse de una de las elecciones más importantes de su democracia. La experiencia ha demostrado que en los momentos cruciales de crisis y de peligro de involución autoritaria, Brasil, como un todo, ha sabido responder con responsabilidad a la altura de sus desafíos.

Si Dilma Rousseff, ante las dificultades en que se encuentra de seguir gobernando, decidiese convocar elecciones, estaría dando un ejemplo de responsabilidad republicana y de amor por el país. Brasil podría volver a respirar. Y la sociedad, de nuevo unida y pacificada, a través de esa catarsis colectiva, podría empezar a otear horizontes menos amenazadores. Todo menos seguir emperrados en esa lucha inútil y peligrosa de los unos contra los otros, que solo dejará heridas difíciles de cicatrizar.

La responsabilidad mayor, en todas las tragedias, es de quienes detienen mayor cuota de poder. Ya los romanos decían: “Corruptio optimi, pessima est”. La peor corrupción es la de los que se creen los mejores.

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