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La Pascua de los últimos samaritanos se tiñe de sangre

La secta, casi extinguida en Oriente Próximo, celebra un sacrificio de corderos cada primavera

Juan Carlos Sanz
Ceremonia del sacrificio de corderos en el monte Gerizim.
Ceremonia del sacrificio de corderos en el monte Gerizim.Edward Kaprov

Cuando el sumo sacerdote Arbed el ben Asher concluyó su salmodia ceremonial en arameo y hebreo arcaico al atardecer del miércoles, decenas de corderos fueron degollados al unísono y centenares de samaritanos se apresuraron a tiznarse la frente con su sangre. La comunidad religiosa más pequeña de Oriente Próximo, que agrupa a menos de 800 personas, comenzaba así un ritual ancestral de primavera al margen de la Pascua judía, que empieza a celebrarse en la noche del viernes, con un cálculo lunar distinto, en el mismo lugar donde creen que Abraham se disponía a sacrificar a su hijo.

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Estigmatizados por los judíos —como recuerda la célebre parábola del Nuevo Testamento—, pero también por musulmanes y cristianos, los samaritanos estuvieron a punto de extinguirse. En 1919 apenas sumaban 150 fieles de una religión que sigue también la Torá pero solo mantiene el Pentateuco como libro sagrado. “Hace cinco siglos éramos unos tres millones. Hemos sufrido un lento holocausto desde entonces”, reconocía en medio del bullicio de parrillas y espetones Avid Hused Cohen, de 79 años, director del Instituto de Estudios Samaritanos. La carne de las reses sacrificadas iba a ser consumida con pan ácimo después de la medianoche, asada con hierbas amargas sobre hogueras que ardían en pozos en un escenario de aquelarre.

Todo esto ocurría cerca de la ciudad palestina de Nablús, en una aldea en las faldas del sagrado monte Gerizim donde los llamados “guardianes de la ley", como se autodenominan, construyeron su templo hace casi 2.600 años, al margen del Jerusalén. Kyriat Luza era una romería. Samaritanos vestidos de blanco —con túnicas tradicionales y cubiertos con gorros fez otomanos los ancianos, la mayoría embutidos en monos impolutos, como en un anuncio de detergente—, se entremezclaban en la plaza de la aldea, vallada para la ocasión como si fuera a celebrarse una becerrada, con soldados israelíes adolescentes israelíes en aburrida patrulla, alumnas de instituto palestinas, cubiertas con el hiyab, pero con la minifalda por encima de los vaqueros, y una columna de turistas surcoreanos siguiendo al trote a un guía abanderado.

“Esto ya no es lo que era”, se quejaba Ariv Menash, jefe de ventas en una multinacional de Tel Aviv, mientras removía las brasas de uno de los pozos. “Aquí muchos aún tienen mentalidad árabe”, gruñía otra vez en medio del sofoco de las llamas. La mitad de los samaritanos viven en Holón, al sur de la mayor área metropolitana israelí, y el resto sigue en esta aldea del monte Gerizim rodeados por asentamientos judíos y pueblos palestinos. Hasta la primera Intifada habitaban en Nablús, pero a partir de los años noventa se trasladaron a Kiryat Luza para escapar de la violencia. Como minoría a punto de desaparecer, han tendido que aprender a convivir con sus distintos vecinos.

A las puertas del centro social El Buen Samaritano, envuelto en la humareda de la parrillada de cordero, el sonriente Cohen seguía ejerciendo como memoria viva de la comunidad para relatar cómo intentaron salvarse de la extinción. “Bajo la Administración británica (1917-1948) comenzamos a abrir nuestra comunidad y a casarnos con judías… hoy iríamos a buscar mujeres a Marte si las hubiera”, bromeaba. Ante las enfermedades hereditarias causadas por siglos de endogamia, los samaritanos han comenzado recientemente a buscar esposa en el Este de Europa.

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“Vine a visitar a una amiga y me quedé. Me casé y ahora tengo una hija”, recuerda Galina Marvish, nacida cerca de Odessa (Ucrania) hace 25 años, mientras participa en la celebración de la Pascua. De ojos azules y con el pelo rubio recogido en una larga coleta, dice que hay una docena de mujeres del Este viviendo ahora en Kiryat Luza. Galina, que llegó al pie del monte Gerizim poco después de que estallara la crisis que desestabilizó Ucrania no tiene dudas: “Esta es ahora mi tierra y aquí seguiré".

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Sobre la firma

Juan Carlos Sanz
Es el corresponsal para el Magreb. Antes lo fue en Jerusalén durante siete años y, previamente, ejerció como jefe de Internacional. En 20 años como enviado de EL PAÍS ha cubierto conflictos en los Balcanes, Irak y Turquía, entre otros destinos. Es licenciado en Derecho por la Universidad de Zaragoza y máster en Periodismo por la Autónoma de Madrid.

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