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EL FACTOR HUMANO
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

El pérfido independentismo inglés

Los nacionalistas británicos no ven que, si su país deja la UE, perderá relevancia y tamaño

Johnson, principal promotor del Brexit, en un mitin el día 15.
Johnson, principal promotor del Brexit, en un mitin el día 15. OLI SCARFF (AFP)

"El nacionalismo es una enfermedad infantil. Es el sarampión de la humanidad". Albert Einstein

El presidente Barack Obama visitó Reino Unido la semana pasada para recomendar a los nativos que rechazaran el ejemplo independentista de sus antepasados estadounidenses del 4 de julio de 1776. Tras un cordial almuerzo con la reina Isabel II, Obama declaró que los súbditos de su anfitriona cometerían un grave error si en el referéndum que se celebrará el 23 de junio votaran a favor de romper los lazos que les atan a la Unión Europea.

Boris Johnson, el alcalde de Londres y principal promotor del llamado Brexit, se declaró indignado por lo que denominó “la hipocresía” de Obama. Diga lo que diga el presidente, el separatismo triunfará, según Johnson, y el 24 de junio será conocido para siempre en Reino Unido como el “Día de la Independencia”.

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Igual que Johnson piensa su compañero conservador John Redwood, un antiguo ministro del Gobierno que durante muchos años ha sido el antieuropeísta más feroz del mundo político británico. “El referéndum no debe ser en primer lugar sobre el comercio o la regulación de las empresas”, dice Redwood. “Es sobre nuestra democracia. ¿Deseamos ser un país independiente que se gobierna a sí mismo o no?”.

Johnson y Redwood han destapado la raíz de la cuestión. El Brexit es otra expresión más de la corriente independentista que fluye por el mundo en estos tiempos globalizados. Se inspira en parte en lo que muchos entienden como la razón: en un afán de soberanía (la palabra favorita de Johnson y sus correligionarios estos días) y en el deseo de gastar menos dinero en los vecinos para poder gastar más en el bien propio; pero se inspira más en el sentimiento: en una visceral identidad patria y en un desdén —más o menos profundo, más o menos disimulado— por la cultura y los socios del club que sueñan con abandonar.

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El origen del fervor nacionalista casi siempre tiene tintes xenófobos; se basa en una sensación de superioridad, mezclado a veces con resentimiento, hacia aquel del que uno se quiere desligar. El impulso primario de los nacionalistas británicos que votarán por la independencia, la abrumadora mayoría de ellos ingleses, es la convicción compartida de que son más civilizados, más prácticos, más serios que los vagos y desorganizados patanes del sur. Ese caótico club al que pertenecen estará bien para ellos pero no para nosotros, que somos de otro nivel.

Solo después aducen sus argumentos económicos, en los que brilla más la codicia que el rigor.

A los soberanistas ingleses no se les pasa por la cabeza aquel sentimiento articulado originalmente por el presidente John F. Kennedy que, adaptado a las circunstancias actuales, se podría expresar como: “No pienses en lo que Europa puede hacer por ti; piensa en lo que tú puedes hacer por Europa”. La retirada de la UE de Reino Unido, la quinta economía del mundo, probablemente originaría más pobreza en el resto de Europa, especialmente en el sur, y sería dañina para la seguridad del continente durante una época peligrosa en el mundo entero. Pero no les importa esto a los que desean el Brexit; no piensan que abandonar la UE significaría una dejación de responsabilidad, ni que la solidaridad con un continente que tanto ha aportado a la humanidad quizá sea un concepto más noble que el egoísta repliegue isleño.

No debe ser ninguna sorpresa que los argumentos utilizados por aquellos líderes británicos que desean seguir dentro de la Unión son parecidos a los de aquellos que se oponen a los separatismos en otros países. Salir de la UE supondría un salto al vacío, ha dicho el primer ministro David Cameron (a cuyo puesto Boris Johnson aspira); la llamada “soberanía” conllevaría un precio, porque unidos somos más fuertes; si nos separamos seremos menos ricos porque el comercio exterior sufrirá; tenemos obligaciones políticas y morales con gente que ha evolucionado y luchado a la par nuestra durante siglos, fortaleciendo valores democráticos esencialmente idénticos.

Los proeuropeos británicos comparten con el presidente Obama una visión más realista que los antieuropeos de Reino Unido en el mundo de hoy. Los antieuropeos son más románticos. Como otros nacionalistas, se nutren de la nostalgia por una antigua época dorada cuya gloria se recuperará el día que sean libres. En el caso inglés se trata de un recuerdo imperial no tan lejano, de la idea subyacente en muchos de los que añoran la independencia perdida de que al escaparse del yugo europeo Gran Bretaña volverá a ser grande de verdad.

Tales sentimientos fueron precisamente los que Boris Johnson reveló cuando criticó con furia a Barack Obama (un estadounidense en “parte keniano”) la semana pasada. Johnson dijo que Estados Unidos no aceptaría jamás diluir su soberanía en un organismo extraterritorial como la UE. Lo cual quizá sea verdad, pero lo que olvida Johnson, biógrafo de Winston Churchill, es que Estados Unidos es hoy la gran potencia mundial, no Reino Unido.

La ironía de la que Johnson, Redwood y compañía parecen incapaces de percatarse es que en el caso de que su país deje la UE, lejos de conquistar más poder en el mundo, se verá más disminuido que en cualquier momento desde la conquista normanda de las islas en el año 1066. Y disminuido no solo en cuanto a relevancia global, sino físicamente, reduciéndose casi al tamaño de Austria. Porque es altamente probable que si Reino Unido se va, los escoceses, mayoritariamente a favor de permanecer dentro de la UE, exigirán otro referéndum, votarán a favor de seguir el ejemplo del Brexit y lograrán su propia independencia.

Las encuestas indican, a día de hoy, que es perfectamente posible que el 24 de junio sea lo que Boris Johnson llama “el Día de la Independencia”. En tal caso podemos estar seguros de que el alcalde de Londres y demás nacionalistas ingleses saldrán a festejar con banderas en Trafalgar Square. Lo que estaría menos claro sería que la fecha fuese motivo de celebración o de orgullo en una empequeñecida, pérfida Albión durante muchos años más.

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