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Tribuna
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Antillana Blues

Puerto Rico y Cuba ante un irónico legado

Hace una semana apenas se conmemoró el aniversario de la ratificación en Washington D.C. del Tratado de París (1899), que colocó el punto final del imperio español en América. Cuba y Puerto Rico emprendieron desde entonces caminos diferenciados en su devenir, mientras España quedó humillada en aquella mesa de negociación por Estados Unidos, que dictó los términos que se le antojaron para finalizar la guerra. Después de todo España no tenía mucho que negociar frente a aquel ambicioso adversario que también se hizo con Filipinas y la isla de Guam en el Océano Pacífico.

Destruida la flota naval de la corona en Santiago de Cuba e invadida Puerto Rico militarmente, poco restaba por hacer. “España ha podido sacrificar y sacrifica sus intereses todos coloniales en el altar de la paz y para evitar la renovación de una guerra, que es evidente que no puede sostener, con una Nación incomparablemente más poderosa y de mayores recursos”—escribió entonces el comisionado y diplomático español Enrique Montero Ríos. “Ha sostenido sus derechos en esta conferencias con toda la energía que correspondía a la rectitud de su conciencia.“ Conviene ver cómo quedaron las cosas.

En esta primavera de 2016, luego de ardientes pugnas por el control y la soberanía, los gobiernos de La Habana y San Juan se aprestan a encarar un nuevo capítulo en su relación con Estados Unidos. La expectativa y el temor asoman simultáneamente, cual heroico Jano, su doble rostro. Empero, el contraste de la actitud del presidente Barack Obama ante esta disyuntiva no podría ser más notable. Al antiguo enemigo comunista le regala su tiempo y la mejor sonrisa mientras a Puerto Rico, la colonia de sus conciudadanos—los puertorriqueños lo son desde 1917—pareciera ignorarlos en su hora más aciaga.

Aunque la reconciliación con Cuba pone fin a casi seis décadas de enfrentamientos—y presagia el fin del devastador embargo comercial implantado tras la Revolución—el cambio de ritmo despierta suspicacias entre aquellos que se formaron temiendo y combatiendo al temido enemigo del norte (“urticarias ideológicas” le han llamado a los síntomas en estas páginas). Hasta el mismo Fidel Castro ha salido del asilo para asumir una postura contraria a la movida diplomática de su hermano Raúl por las concesiones que supone hacia un enemigo que muchos aprendieron a odiar. Su presencia en el VII congreso del Partido Comunista Cubano, último encabezado por el liderato histórico de la Revolución, así lo confirmó. Al interior de este grupo perviven las más agudas reservas, sobre todo a la extensión de la propiedad privada y al potencial de desigualdad que comporta. Súmele a eso la estampa del mismísimo presidente Obama predicando su fe en la democracia para Cuba, Mojito en mano, por las vetustas calles de La Habana antigua, y comprenderá por dónde le entra el agua al coco—como decimos en estas latitudes.

Puerto Rico, de otra parte, enfrenta un precipicio financiero que se próxima vertiginosamente el primero de mayo, debido a un pago de $422 millones de dólares que vence en esa fecha y que el gobierno insular ha dicho que no podrá efectuar. A éste le seguiría uno de $700 millones pagaderos en junio y así sucesivamente para los que tampoco hay dinero. La reacción de parte del liderato estadounidense ha sido la potencial instauración de una junta de control fiscal de siete miembros a la que supeditarán todas las instituciones democráticas puertorriqueñas.

Este agravio potencial contra los valores cívicos apenas registra en los medios internacionales la hipocresía que lo enmarca. El problema se complica porque Puerto Rico, como territorio no incorporado (“pertenece a pero no forma parte de Estados Unidos”—dijo en un momento, digamos poético, el Tribunal Supremo) no puede acogerse a la Ley de quiebras federal. Sin ese remedio legal, el gobierno quedaría a merced de sus acreedores, que harían con los bienes públicos un auténtico festín. Para buitres, además. Disciplina firme y medicina amarga para la antilla descarriada, insolente, mulata e infeliz. Que viva la democracia y sus paladines, supongo.

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¿Y qué hace el primer presidente afrodescendiente, aquel que se alzó al puesto desde los barrios populares de Chicago con la consigna de que “se podía”? Muy poco: sonreír y nada más. Si bien sus acciones con Cuba sugieren aspiraciones para robustecer su legado en política exterior, los puertorriqueños y sus menguados bienes, como asunto urgente, parecen interesarle el mínimo. Asi se lo han reprochado miembros de su partido como los legisladores Luis Gutiérrez y Elizabeth Warren, entre otros.

Aquel que un día habló de la erradicación de la desigualdad con un ahínco tenaz escoge ahora ser un ente pasivo en lo que potencialmente será una multiplicación de las desigualdades que la historia le adjudicará como propia. Cuba y Puerto Rico. Puerto Rico y Cuba. Huelgan las razones. Sobran las ironías.

*Pedro Reina Pérez es historiador y periodista. Twitter: @pedroreinaperez

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