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CARTAS DE CUÉVANO
Columna
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La tumba de Trump

El problema no ha sido el discurso xenófobo, bélico, fanfarrón, ignorante y triunfalista, sino las millones de personas que lo adulan, lo alientan y según todo sondeo votarán por él

En la madrugada del pasado 27 de marzo apareció de pronto sembrada en el antiguo prado de las ovejas de Central Park. Aún sin fosa, se trataba del monolito clásico en piedra gris que pesa media tonelada de silencios en quienes pueden pagar poco más de dos mil dólares por ese tipo de lápida. El anónimo donador mandó tallar en la piedra el apellido trastocado de Trump y el año de su nacimiento, mas dejó vacante la incierta fecha en la que tarde o temprano ha de morir el nefando payaso que entre burlas y veras se ha hecho con la nominación del Partido Republicano para la Presidencia de los Estados Unidos. Como epitafio, el simpático bromista –hasta hoy, anónimo—cinceló: “Hizo que América volviera a odiar”.

Dejemos de lado la necia propensión –ya automática—con la que una inmensa mayoría de estadounidenses se adueñan del nombre de América, como si el continente no cubriera desde Alaska hasta Patagonia, y concentrémonos en la piedra. Según informa el periodista Michael Wilson, de The New York Times, luego de varias semanas de misterio, se ha revelado que la ocurrencia se debe al artista Brian A. Whiteley de 33 años de edad, luego de que la policía de Manhattan lanzó una bizarra investigación en casas especializadas en lápidas. Se sabe que Trump (y su nefando equipo de publicistas no aprovecharon la oportunidad para una foto inolvidable en lo que sería una más de sus bravatas altisonantes) y por ende, triunfa el sentido que le quiso dar el artista Whiteley: según ha declarado, la piedra es un recordatorio del inevitable destino que le depara a todo ser humano, pero en el caso de un hocicón con serias pretensiones, el epitafio quizá le sirva de contricción al verificar en vida que llegada su ausencia lo único que hereda es odio.

Lo odian los muchos miembros de su propio partido que lo tendrán como candidato; lo odian no pocos políticos de veras que pueblan las cuadrículas del poder en Washington; por supuesto lo odian casi todos los mexicanos.. pero allí está el detalle, diría Cantinflas: el problema no ha sido el discurso xenófobo, bélico, fanfarrón, ignorante y triunfalista de un millonario, sino las millones de personas que lo adulan, lo alientan y según todo sondeo votarán por él.

Se equivocan quienes creen que entre todas sus estupideces que van más allá de lo verbal, el Donald reculará y tenderá sus tenazas hacia la obtención del voto latino que aparentemente ya ofendió durante la larga noche de las primarias. El señor es un payaso y un imbécil, pero no comete todas las estupideces que le pronosticamos y ante esta disyuntiva la baraja está clarísima: un monigote como él no necesita ni buscará el voto latino, precisamente porque ha comprobado en la legua que lo que lo hace popularísimo es la enferma ecolalia con la que hipnotiza a tantos desencantados con el mundo moderno. Hablo del sonsonete necio donde les advierte que todos los males vienen de fuera, concretamente de México “y todo eso que está al Sur”, donde no es difícil convencer a quiénsea de que somos lo peorcito del género humano: puros narcos y nacos, ilegales e iletrados que han arrebatado las ofertas de empleo. De allí su mesiánica mentira de mandar a construir un muro sobre una de las fronteras más largas y marcadas del planeta y su intención de rescindir el contrato de Libre Comercio con México… Eso es precisamente lo que quieren escuchar los gringos que jamás han sacado ni piensan en obtener pasaporte, los que habitan el profundo acento del maíz amarillo embarrado de mantquilla y la obesidad infantil, los analfabetas (tan iguales a los albañiles aztecas, pero blancos) y cripto-racistas si no de sabana blanca, sí de bandera confederada y parafernalia militar.

Trump sabe perfectamente que soñar en ganar California sería cavar su propia tumba, si no confiara en ganar Texas, Virginia, Pennsylvania u otros estados de inmenso peso en los colegios electorales, considerando que el utópico jugo de la democracia norteamericana no depende del voto directo de los ciudadanos, sino del conteo de los llamados delegados. Ese trampantojo le costó no poca bilis a Al Gore y todos quienes sueñan con la realidad cinematográfica, pero en la grilla nitty-gritty del sistema gringo, el absurdo es tan siniestro que sí, efectivamente, Donald Trump está encaminándose a merecer el epitafio que ya le cincelaron en una piedra anónima y por supuesto, huye de la posibilidad literaria (y quizá incluso, cursi) que le brindaba el detalle: pudo haber vivido en carne propia la madrugada enrevesada de Ebeneezer Scrooge, el villano incomprendido de Charles Dickens, que amanece convertido en un hombre mejor una vez que sobrevive la madrugada de la mano de sus propios fantasmas y vive precisamente su arrepentimiento al ver en sueños lo que será del mundo cuando él ya no camine en vida. Lo mismo le pasa a George Bailey en It’s a Wonderful Life, lacrimógena película obligatoria para toda Navidad, donde James Stewart protagoniza la conciencia de todo hombre que de pronto descubre que la vida de uno afecta a todos y que por lo mismo, no perdemos nada en apuntalar que todo eso que nos conecta con la humanidad sea precisamente lo mejor de uno.

Lo que une a Donald Trump con sus electores es un amasijo de odios y de hartazgos que terminaron por pasarle factura a los aburridos republicanos que aspiraban a borrarlo en las primarias; lo que une a Trump con sus ex esposas y antiguos socios es un amasijo de odios y cochupos, maquillados con arreglos judiciales y económicos; lo que une a Trump con sus electores es un amasijo de odio contra mexicanos y latinos en general, como conceptos de un ente indefinible –sobre todo, allí en los estados en donde el voto latino no es crucial—y por ende, lo que une a Trump con la piedra de su tumba es el odio tan fácil de volverse olvido en cuanto alguien le demuestre que nadie llorará su ausencia.

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