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PENSÁNDOLO BIEN...
Columna
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El derecho a hacerse rico

El crimen no es enriquecerse, el crimen es ser sorprendido y exhibido al hacerlo

Jorge Zepeda Patterson

La pesca de la semana: un directivo de Pemex que cobraba 4.000 dólares a los empresarios por cada 15 minutos de audiencia y el operador del gobernador de la empobrecida Oaxaca exhibido con depósitos bancarios inexplicables por cientos de millones de dólares. Esto en México y apenas entre lunes y miércoles de la semana que corre. Un repaso por el resto de América Latina y España arrojaría un listado de casos de corrupción inabarcable en los confines de esta columna.

El fantasma que recorre a nuestros países es tan antiguo como la especie humana, pero en los últimos años la corrupción parecería haber adquirido un carácter endémico. Presidentes que caen por el uso indebido de los recursos (Brasil o Guatemala); indagaciones contra figuras emblemáticas como Lula da Silva, Cristina Kirchner, Rafael Correa o Evo Morales; familiares exhibidos en casos flagrantes de tráfico de influencias (Peña Nieto, Michelle Bachelet o la familia real en España).

No hay un día en que no nos enteremos de los excesos de un gobernador, las extorsiones de un alcalde, los abusos contra el presupuesto de un funcionario público o de un legislador. En México, las noticias sobre la corrupción han logrado lo que parecía imposible: desplazar a las notas de inseguridad y violencia de las portadas de los diarios. Y no sólo en los periódicos. Por vez primera la corrupción ha superado a la inseguridad o el deterioro económico (empleo o pobreza) como la principal preocupación de los ciudadanos en los sondeos de opinión. Una percepción que hace estragos en la de por sí escasa confianza de los ciudadanos en las instituciones.

No se trata sólo de que aumentó la visibilidad de la corrupción gracias a la globalización, a las nuevas tecnologías de comunicación y a las redes sociales, entre otras razones. Todo indica que el número de casos y las cantidades implicadas han crecido. Algo extraño si consideramos que la impunidad no es mayor ahora que antes; por el contrario, justamente la exhibición pública de todos estos casos revela que hoy en día existe un riesgo real para todo aquel que ordeña a las finanzas públicas.

Y no obstante, pese a ese riesgo, la voracidad de los funcionarios para enriquecerse a costa del patrimonio público no ha hecho sino aumentar. A mi juicio, eso tiene que ver con un desmantelamiento de los valores vinculados a la honestidad, la sobriedad y la modestia. Son virtudes que lejos de premiarse en algunos círculos políticos y empresariales suelen ser asociadas con algo parecido al fracaso. Y, por el contrario, resulta obvia la idealización de una cultura del éxito y la riqueza sin importar la procedencia o los medios para obtenerla. La cultura basada en el consumo y el triunfo no sólo han hecho presa de la clase política sino también del electorado. Si bien es cierto que la opinión pública reprueba los actos de corrupción puntuales y la corrupción en general, una parte de ella termina por inclinarse ante celebridades como Berlusconi o Trump, antípodas de cualquier valor asociado a la integridad, la moderación o la honestidad. El cinismo y la ostentación del éxito como argumentos necesarios y suficientes para legitimar el derecho a liderar los destinos de todos.

Son fenómenos nuevos que reflejan una tendencia que desde hace tiempo hizo presa de las clases políticas. Sin importar el partido político o la ideología, han construido una narrativa que les lleva a normalizar el derecho a formar un patrimonio a partir de su acceso al erario. Hacerse rico es uno de los atributos que entraña hacerse cargo de una responsabilidad destacada; a su juicio es una compensación razonable y necesaria para blindarse de las contingencias y las traiciones de la vida política. En todo caso, es algo que hacen todos. El crimen no es enriquecerse, el crimen es ser sorprendido y exhibido al hacerlo. Y desde luego, no van a dejar de hacerlo motu proprio. Nos espera un interminable desfile de infamias antes de que comiencen a contenerse, aunque sea por temor o precaución.

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