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Tribuna
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#SantosAmenazaConGuerra (Medellín, Antioquia)

Este país adicto a las malas noticias y capaz de creer que los diálogos han tardado tanto porque el gobierno está entregándoselo todo a la guerrilla

Ricardo Silva Romero

Es uno de los grandes misterios de la humanidad: cómo logró la virulenta oposición comandada por el expresidente Uribe que el Presidente Santos –que no sólo resume, sino que encarna al establecimiento de los últimos doscientos años– sea visto por millones de incautos como un guerrillero “castrochavista”, infiltrado desde niño en la rancia élite bogotana, que dentro de poco va a entregarles el país a los caciques comunistas de las Farc. El pasado jueves en Medellín, en una conversación con el expresidente español Felipe González durante el Foro Económico Mundial para América Latina, Santos advirtió lo obvio: que, como poniendo en escena otro rito de este conflicto de medio siglo, la guerrilla está lista a empeorar la guerra si fracasan los diálogos de paz. Y, en vez de encogerse de hombros ante el lugar común, los opositores montaron su cólera.

“¡Pero si el terror es nuestro!”, habrán pensado, como gritando, en un primer momento. “¡Pero si nosotros somos los dueños del concepto ‘terroristas de las Farc’!”.

Y luego habrán notado que el Presidente, que tendría que desconfiar de las palabras, acababa de hacerles un pase para el gol más bobo del mundo.

Crearon, en Twitter, el hashtag #SantosAmenazaConGuerra: qué hábiles que son. Uribe afirmó, con máscara de consternado, que el presidente estaba “intimidando a la ciudadanía con la capacidad criminal de las Farc”. El excandidato Zuluaga acusó a Santos de amenazar a los colombianos, “al estilo de Chávez y Maduro”, por no apoyar “su falsa paz”. El senador Rangel escribió que “ahora Santos es el mensajero del terrorismo: nos amenaza con violencia urbana si no se aprueba el acuerdo de impunidad de La Habana”. La representante Cabal, célebre por decir lo que piensa antes de pensarlo, declaró: “¡deje de hacer el ridículo con sus incoherencias y más bien renuncie!”. La representante Restrepo declaró: “Santos procede como Pablo Escobar: si no se procede como él quiere, amenaza”. Y sí, bienvenidos a Colombia: así es.

Por un lado, este país que hace lo que puede, desde apostarle los nervios a un proceso de paz hasta pensar con el deseo en un posconflicto que desarmará la lógica colombiana, consigue hacer un foro en la valiente ciudad que resistió la ira sanguinaria del caritativo pero violento Pablo Escobar. Por otra parte, este país que da congresistas lenguaraces que no sólo se permiten llamar “conspirador”, “guerrillero”, “comunista”, “chantajista”, “terrorista” a un presidente venido de las entrañas de la clase dirigente, sino que, de paso –y por qué no si aquí las calumnias se camuflan en las retahílas, y los gritos de hoy confían en los gritos de mañana–, se atreven a comparar a Santos con un psicópata que fue capaz de hacer estallar en pleno vuelo un avión en el que viajaban 110 inocentes, por poner el primer ejemplo que viene a la angustia.

Por un lado, este país cansino pero madrugador que no merece que los guerrilleros de las Farc estén pensando, mientras los colombianos tratan de no odiarlos, en convertirse en herederos de Escobar si el proceso fracasa. Por otra parte, este país adicto a las malas noticias y capaz de creer que los diálogos han tardado tanto porque el gobierno está entregándoselo todo a la guerrilla.

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Y allá arriba un presidente agobiado e impopular, como tantos otros de tiempos de redes sociales, que tendría que resignarse a que los errores y los aciertos de su gobierno hablaran por él –en 2015 el número de muertes violentas fue el más bajo de los últimos treinta años, cerca de 12.000, como antes del narcoterrorismo–, pero le ha correspondido gobernar un país que cree en todo menos en los hechos, Dios santo. Y va siendo hora, en fin, de que la paz se vea, de que la paz se toque.

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