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NADA ESCRITO
Columna
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Vida atómica

La historia de millones de japoneses ha quedado marcada por los avances de la energía nuclear

Juan Villoro

En el piso 43 de un edificio de Tokio se ubica el Museo Mori de arte contemporáneo. Ahí vi la instalación Sunrise, de Erika Kobayashi. En un cuarto oscuro, inquietado por repentinos resplandores, se escucha una canción romántica mientras aparecen frases que narran una biografía. Recupero un destino marcado en forma sutil y definitiva por la trama del mundo.

Yoko, madre de Erika, vio la luz dos años y un día después de que la bomba estallara en Nagasaki. A los seis años, aprendió a peinarse por su cuenta. En ese momento, un resplandor nuclear emanó del atolón Bikini, en el océano Pacífico. Estados Unidos seguía probando bombas. La radiación alcanzó al barco Lucky Dragon 5; la tripulación enfermó y los atunes (rebautizados como “atunes atómicos”) llegaron al mercado de Tsukiji sólo para ser enterrados.

Ella lo supo por un noticiero en blanco y negro que vio en el cine, pero no prestó gran atención porque tejía una bufanda.

En marzo de ese año, el Parlamento de Japón aprobó un presupuesto de 235 millones de yenes para desarrollar energía nuclear.

La futura madre de Erika Kobayashi tenía 12 años cuando se emitió un billete de 10.000 yenes con la efigie del príncipe Shotoku, conocido como Ser Divino del País del Sol Naciente. Anheló tener infinidad de esos billetes. 

Cumplió los 17 cuando Japón inauguró su primera planta nuclear. Su maestra de matemáticas dejó la escuela porque su marido consiguió trabajo en el centro de investigación nuclear de Tokai.

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Un año después Yoko concluyó el bachillerato. Las protestas por el tratado de seguridad entre Japón y Estados Unidos estaban en apogeo, pero ella se concentró en graduarse.

A los 20 años consiguió empleo en un banco, se cortó el pelo y usó permanente. Su ilusión de tener en las manos billetes de 10.000 yenes se hizo realidad. Eran billetes del banco, pero pudo contarlos deliciosamente. Ahora el conteo se hace con máquinas; entonces se hacía con mujeres de dedos hábiles.

A los 30 años, luego de una década en el banco, contrajo matrimonio, y pronto se convirtió en madre de cuatro niñas. Erika fue la cuarta.

Durante la siguiente década las plantas nucleares se esparcieron por Japón. Cuando Yoko cumplió 40, 35 reactores generaban casi 2,9 millones de kilovatios de electricidad. Las calles se alumbraban con luz nuclear.

Tenía 45 años cuando el banco quebró. Desde hacía tiempo que el príncipe Shotoku había sido sustituido en los billetes de 10.000 por el escritor, filósofo y político Fukuzawa Yukichi.

A los 63 años perdió a su marido y a su madre, y un terremoto sacudió la región de Tohoku, provocando que la planta nuclear de Fukushima estallara con un violento resplandor. Nubes color de rosa subieron al cielo y la radioactividad descendió en forma de lluvia.

Yoko contó los billetes de 10.000 que había guardado para los funerales. Lo hizo con lentes oscuros porque una operación de cataratas la volvió intolerante a la luz artificial.

Yoko y sus hijas se reunieron en un café donde la música ambiental era Moonlight Serenade, interpretada por la orquesta de Glenn Miller. Erika se enteró de que en el momento en que la primera bomba atómica era probada en Nuevo México, la radio transmitía esa canción. El otro lado del disco llevaba la canción Sunrise Serenade

La fisión del plutonio genera una temperatura de 66.000 grados, 11 veces más que la superficie del sol.

Yoko tiene 68 años. Muy pronto, otra de sus hijas será madre. Dentro de unos meses un bebé saldrá del vientre de Erika Kobayashi. 

Al abrir los ojos, verá el resplandor del sol.

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