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DE MAR A MAR
Columna
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Vox populi

Santos necesita aislar el pacto con las FARC de la opinión sobre su administración

Carlos Pagni

La historia en Colombia se acelera. El 23 de junio último el gobierno y las FARC anunciaron en La Habana el fin de un conflicto que lleva más de medio siglo. Y el lunes de la semana pasada la Corte autorizó el plebiscito con el que Juan Manuel Santos pretende convalidar los acuerdos alcanzados. Santos no estaba obligado a esa consulta. Pero antes de firmar una transacción que, por su propia índole, desata innumerables controversias, pretendió obtener un respaldo popular. Lo que para el corto plazo parece un salto mortal, es un seguro en la larga duración.

En Gran Bretaña se volvió a demostrar, el día en que los colombianos anunciaron el fin de su guerra, que los plebiscitos son ingobernables. En ellos los problemas estructurales son sometidos al calor de la coyuntura. Por eso Santos, para evitar un Brexit, necesita aislar el compromiso con las FARC de la opinión que merece su administración. La popularidad del presidente presenta números muy malos. Por eso él delegó la campaña por el “sí” en un aliado ajeno a su partido. César Gaviria vuelve a ser, como cuando hubo que ganar la reelección, el capitán electoral del oficialismo colombiano.

Santos espera que los Estados Unidos excluyan a las FARC de su listado de organizaciones terroristas, y dejen de reclamar la extradición de guerrilleros.

La endiablada negociación con las FARC lleva casi cuatro años. Pero será bendecida o repudiada en un minuto por millones de personas, muchas de las cuales carecen de información básica acerca del asunto. Esta falta de ilustración agrava otro vicio de los plebiscitos: asuntos intrincados, cuya solución más sabia puede esconderse en la sutileza de un matiz, tienen que adaptarse a una sinóptica batalla de consignas. Esta peculiaridad vuelve más crucial una decisión que debe aprobar el parlamento: cuál será la fórmula que se pondrá a consideración de los colombianos para que digan “sí” o “no”. Ninguna pregunta es inocente.

La Corte prohibió hacer campaña en nombre de partidos u organizaciones sociales. Sin embargo, el campo discursivo comienza a calcar el mapa de los alineamientos políticos. Es inevitable: esta confrontación prefigura la elección presidencial de 2018. El enigma principal refiere a la estrategia del ex presidente Álvaro Uribe, verdugo despiadado de los acuerdos que negoció Santos. ¿Convocará a votar por el “no” o preferirá la abstención, aunque como opción formal no haya sido contemplada?

Una encuesta Polimétrica vaticinó hace tres semanas que habría una concurrencia a las urnas del 65% del censo electoral; 74% votaría por el “sí”, 19% lo haría por el “no”, mientras un 7% permanece indeciso. Es una hipótesis favorable a los partidarios del acuerdo. La propuesta de paz debe ser aprobada por el 13% del padrón. Uribe se enfrenta a estas matemáticas. Su voz es poderosa. Pero viene de un pobre resultado en las últimas elecciones regionales.

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Otra cuestión a desentrañar es cómo se agruparán los líderes durante la contienda. Santos encomendó a Gaviria la coordinación del frente que apoya sus acuerdos. En la otra orilla quedaría, aislado, Uribe y su Centro Democrático. Pero la semana pasada quedó al desnudo que la fragilidad de esa geometría. Uno de los guerrilleros, Jesús Santrich, trató a Uribe de paramilitar y narco. Uribe respondió que estaba acostumbrado a esas descalificaciones porque suelen dedicárselas Nicolás Maduro, Santos y Gaviria. Enseguida Humberto de la Calle, principal negociador del gobierno, pidió a las FARC que no haya insultos. De la Calle advirtió el riesgo principal: que Uribe consiga presentar la consulta como una contienda entre él y un grupo en el que el presidente y sus aliados aparecen mezclados con las FARC y con Maduro. Acaso Santos olvidó un pacto con la guerrilla: el del plan proselitista.

Como toda contienda política, la colombiana será una esgrima de conceptos. Los partidarios del “no” sostienen que no deben quedar impunes los crímenes de lesa humanidad. Y que los jefes de una banda terrorista no pueden ejercer la representación política. La campaña del “sí” no discutirá esos criterios. Se enfocará en las definiciones. Interpretará en un sentido muy estricto las acciones que puedan considerarse violaciones a los derechos humanos. Y clasificará a las FARC no como una organización terrorista sino como una agrupación insurgente, liderada por políticos a los que no cabe hacer renunciar a la política. El oficialismo defenderá este núcleo conceptual en defensa propia. No puede consentir que tolera delitos aberrantes ejecutados por terroristas, sobre todo en un contexto en el que el terrorismo estremece a la opinión pública global.

Santos cuenta con un respaldo internacional inestimable. Hasta Barack Obama, a través de Bernie Aronson, acaba de pedir el voto por el “sí”. Es una señal estratégica: Santos espera que los Estados Unidos excluyan a las FARC de su listado de organizaciones terroristas, y dejen de reclamar la extradición de guerrilleros.

No le costará lograrlo. El Congreso norteamericano, con el consenso de ambos partidos, está por votar una ayuda de casi 500 millones de dólares para la implementación de los pactos de La Habana. Europa votó una suma parecida. Obama quiere alejarse del poder dejando tras de sí una región sin convulsiones. Su sueño alcanza a Venezuela. José Luis Rodríguez Zapatero se embarcó en la mediación entre Maduro y sus opositores, y Mariano Rajoy cedió la embajada en Caracas para esas tratativas, por pedido de Tom Shannon.

Antes de que se escuche la voz del pueblo, la “voz de Dios” ya está votando. Las iglesias colombianas bendicen el acuerdo. Sobre todo la católica, que puso al clero en campaña por el “sí”. Santos especula con una última jugada: que si el papa Francisco no puede viajar a Colombia, grabe al menos un mensaje por la paz.

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