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El caso de Bosnia no sirve para Siria

El imperativo moral de intervenir en la guerra contra El Asad, como hiciera la OTAN en la antigua Yugoslavia, resulta engañoso

Sarajevo 1993, cuarteles generales de la ONU.
Sarajevo 1993, cuarteles generales de la ONU.Magnum

A medida que aumentan las matanzas en Siria, y con la impresión de que cada actuación de un país extranjero, ya sea Estados Unidos, Rusia, Turquía o Irán, empeora la situación, es frecuente oír hablar de la intervención de la OTAN en Bosnia como ejemplo de todo lo contrario, de cómo es posible acabar con las guerras y los sufrimientos de la población civil atrapada en ellas si las potencias extranjeras están verdaderamente dispuestas a hacerlo. El argumento es irresistible: ¿qué persona de bien no quiere hacer algo, lo que sea, para poner fin a las masacres? Si fue posible salvar a los bosnios, aunque fuera con retraso, no cabe duda de que hay un urgente imperativo moral de hacer lo mismo por los sirios, y quizá esta vez mejor. Lo malo es que este argumento, sin embargo, es engañoso en muchos sentidos y tal vez, incluso, un camino lleno de esperanzas frustradas.

Lo primero que conviene señalar, y es una verdad difícil, pero que debe quedar clara, es que la intervención que se hizo en Bosnia en 1995 llegó demasiado tarde para conservar el multiculturalismo de un país que, al menos en la zonas urbanas, había florecido hasta el comienzo de la guerra, en abril de 1992. Ese país murió asesinado en los cuatro años de guerra ante la mirada del mundo entero, y en la Bosnia actual el poder está en manos de los nacionalistas más intolerantes de las comunidades bosnia, serbia y croata.

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Algo similar ha sucedido en Siria, donde las esperanzas de cientos de miles de personas que salieron a la calle en 2011 para exigir la disolución de la tiranía de El Asad y la instauración de un Gobierno democrático en su lugar han dejado paso a una guerra entre fanáticos antidemocráticos en gran parte, tanto si son yihadistas como partidarios del dictador. Cuando el conflicto llegue a su fin —y es importante recordar que todas las guerras, por brutales que sean, tienen un final—, serán esas fuerzas quienes decidan el futuro del país. Qué pena que la amarga observación del pensador alemán Lichtenberg de que “un puñado de soldados siempre vale más que un torrente de argumentos” siga siendo tan válida hoy como cuando la escribió, a mediados del siglo XVIII, por mucho que queramos convencernos de que nuestro mundo del siglo XXI ya no es el mortuorio que conocía él.

El ejemplo bosnio también es engañoso porque la guerra de Siria y la de Bosnia son muy diferentes, tanto desde el punto de vista militar como por las opciones de las que disponen las potencias externas para lograr la paz. Para empezar, hace 20 años, Naciones Unidas no era la institución gastada y marginal que es hoy. En las llamadas intervenciones humanitarias de los años noventa, por ejemplo en Bosnia y Kosovo, las decisiones fundamentales no estaban en manos de las partes beligerantes, sino de las potencias que dudaban sobre actuar o no. En los Balcanes, todos estaban de acuerdo en que, si la OTAN decidía intervenir, el resultado sería el esperado, y eso significaba que era posible acabar con la guerra. Pero todo dependía de que las potencias extranjeras tuvieran las mismas prioridades o, por lo menos, no se opusieran entre sí.

Si las guerras de los Balcanes parecían complejas, comparadas con el caso sirio resultan fáciles de entender
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Esa lógica no tiene nada que ver con la que inspira la situación actual en Siria. Allí, los países con capacidad para detener la guerra están apoyando al régimen de El Asad o a alguno de los grupos rebeldes que tratan de derrocarlo. Para ser francos, Washington, Moscú, Ankara, Teherán y Riad quieren que termine la guerra, pero sólo con la victoria de sus respectivos aliados sirios. Prueba de ello es que aunque Estados Unidos decidiera por fin imponer una zona de exclusión aérea sobre Siria para impedir los ataques de las fuerzas del régimen que están causando estragos en la población civil de las zonas rebeldes, le sería imposible hacerlo. Rusia no lo permitiría, y, salvo una declaración de guerra, Estados Unidos y la OTAN no tienen ninguna manera de obligar a Moscú a ceder.

Relacionado con esto, otra gran diferencia entre las condiciones que había en Bosnia y Kosovo y las que afrontaría una fuerza de la OTAN en Siria es el grado de resistencia que presentarían las tropas de El Asad y sus aliados. Como dicen en el Ejército estadounidense, en una guerra de verdad, “el enemigo también vota”. Y en este caso los que votarían serían los rusos, que en la actualidad controlan casi todo el espacio aéreo de Siria; las tropas sirias, respaldadas —según a quién creamos— por tropas regulares iraníes o al menos un gran número de asesores militares de dicho país, y la milicia libanesa de Hezbolá, cuya capacidad no hay que menospreciar, como sabe cualquier experto militar israelí.

Además, una fuerza de intervención tendría que luchar probablemente contra las más aguerridas fuerzas contrarias al régimen, no sólo el ISIS, sino también varios grupos yihadistas tradicionales. Todo ello indica que, en los últimos cinco años, la guerra de Siria se ha transformado en múltiples guerras distintas que se superponen, y se necesitarían un diagrama de Venn para entenderlas: el régimen de El Asad, contra todos los rebeldes; Rusia, Irán y Hezbolá, en apoyo de El Asad; Estados Unidos y la OTAN, contra el ISIS, pero en apoyo de otros grupos rebeldes; los saudíes, en apoyo de los grupos yihadistas; los kurdos, en nombre propio; y ahora, con la reciente intervención turca en el norte de Siria, Ankara, contra los kurdos. Si hace 20 años las guerras de los Balcanes parecían complejas, en comparación con las de Siria resultan facilísimas de entender.

Como es natural, ninguno de estos factores desmerece el argumento moral en favor de que haya una intervención militar internacional, que es un eufemismo para designar una intervención de Estados Unidos. Ahora bien, aunque pensemos que el mundo aprendió algo de la carnicería de los Balcanes —que, por cierto, no estoy nada seguro de que sea verdad (decir que el mundo debería haber asimilado aquellas lecciones no es lo mismo que demostrar que lo ha hecho)—, las abrumadoras dificultades de la situación en Siria obligan a los partidarios de la intervención a explicar cómo creen que podría hacerse. Y la analogía bosnia no sirve de ayuda, por más que las personas decentes, apenadas e indignadas por el sufrimiento del pueblo sirio, lo deseen. Al contrario, cualquier intervención para acabar con la guerra en Siria, en vez de guiarse por la historia, tendrá que crearla.

David Rieff es periodista estadounidense. Cubrió las guerras de los Balcanes, sobre las que escribió Matadero: Bosnia y el fracaso de Occidente. Acaba de publicar El oprobio del hambre (Taurus).

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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