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Cuando Obama retiró el dedo del gatillo

El presidente ha optado por no entrar en la guerra de Siria en línea con su doctrina de repliegue geoestratégico

Marc Bassets
Soldados estadounidenses tras recuperar Faluya (Irak) en 2004.
Soldados estadounidenses tras recuperar Faluya (Irak) en 2004.Yuri Kozyrev (NOOR)

Si hubiese que elegir una fecha para definir los ocho años de presidencia de Barack Obama, las posibilidades serían múltiples. Podría ser, por su potencia simbólica, el 20 de enero de 2009, el día de su investidura: en el país de la segregación, por fin un negro llegaba a la Casa Blanca. O el 23 de marzo de 2010, cuando firmó la reforma que amplió la cobertura sanitaria a millones de personas sin seguro médico. O el 17 de diciembre de 2014, cuando anunció el inicio del deshielo con Cuba, el fin de la Guerra Fría en América.

Pero quizá la fecha que mejor define no sólo la presidencia de Obama, sino el Zeitgeist, el espíritu de los tiempos, fue el 30 de agosto de 2013. Ese día, el presidente de EE UU dio marcha atrás en la decisión de lanzar una intervención aérea contra la Siria de Bachar El Asad. Llevaba meses repitiendo que el uso de armas químicas por parte de El Asad era la “línea roja” y que cruzarla precipitaría una represalia militar. Y, según la Administración de Obama, el líder sirio la había cruzado. Pero, a última hora, el presidente de EE UU retiró el dedo del gatillo. La amenaza se incumplió. Y aquella decisión —muy meditada, con consecuencias que escapaban al control del comandante en jefe de los Ejércitos estadounidenses— puso fin a una época, 20 años largos, de intervenciones militares contra regímenes hostiles. El enemigo ahora en Oriente Próximo es el Estado Islámico, que también es enemigo de El Asad.

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Tres años después de la gran decisión, Siria sigue desangrándose en una guerra civil en la que han muerto 400.000 personas, según las estimaciones. Obama se prepara para abandonar la Casa Blanca. La candidata demócrata Hillary Clinton llega con la reputación de ser más intervencionista que el actual presidente (votó, cuando era senadora, a favor de autorizar la invasión de Irak), pero en líneas generales coinciden. No es fácil racionalizar las propuestas del aspirante Donald Trump, pero la retórica aislacionista de su política exterior apunta a una posición todavía más hostil a las intervenciones extranjeras que la de los demócratas Obama y Clinton. Trump, como Obama, reniega del nation building o construcción de naciones: la estabilización de países extranjeros y la expansión de la democracia y los derechos humanos al resto del mundo.

En estos últimos ocho años se han reproducido los dilemas en torno al envío de tropas de décadas anteriores

El intervencionismo humanitario, que fue la bandera de EE UU en la última década del siglo XX y la primera del siglo XXI, vive horas bajas. En los años de Obama ha abundado la literatura sobre el repliegue geoestratégico. Como explica Stephen Sestanovich en su ensayo Maximalist (maximalista), la política exterior de EE UU se ha movido, desde el final de la II Guerra Mundial, entre los presidentes maximalistas, que querían proyectar y afirmar el poder estadounidense en el extranjero, y los minimalistas, o presidentes del repliegue, que abogaban por limitar su huella en el mundo. En The Icarus Syndrome (el síndrome de Ícaro), Peter Beinart describió la historia reciente como un péndulo, o mejor, un movimiento en bandazos, una secuencia repetida de acción y reacción. Toda época de cautela y miedo a involucrarse en el mundo desemboca en otra de confianza excesiva en las propias capacidades que desemboca en la guerra. Escarmentada, la primera potencia mundial regresa a la casilla de salida, a la cautela y el miedo originales. Y así sucesivamente.

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Así es como el EE UU que en los años setenta sale humillado de Vietnam se convierte en un país alérgico a las guerras. Incluso Ronald Reagan, recordado hoy como un halcón militarista, evita meter a EE UU en nuevos conflictos. Reagan retira a las tropas de Líbano después del atentado que mató a 241 estadounidenses en 1983, un movimiento clásico de un presidente de repliegue, que cree que verter una gota de sangre por un conflicto lejano en Oriente Próximo no vale la pena. La única guerra terrestre del belicista Reagan fue la invasión de la minúscula isla caribeña de Granada. Cuando abandonó la Casa Blanca, dijo que lo que más lamentaba de su presidencia era haber enviado a aquellos muchachos a Líbano.

El síndrome de Vietnam, el terror a empantanarse en una guerra lejana, pervivía y pervive, pero 15 años después de la retirada de los últimos estadounidenses de Saigón el país había recobrado la confianza. Cuando en 1989 George H. W. Bush ordenó la invasión de Panamá, algunas voces sensatas pronosticaron un nuevo Vietnam. Erraron. La operación fue rápida y nada traumática para EE UU. La guerra del Golfo, otra victoria para Bush, reforzó la confianza. Eran los años del nuevo orden mundial de la incontestada hegemonía estadounidense tras el derrumbe de la Unión Soviética.

En Mission Failure (misión fallida), Michael Mandelbaum explica cómo en aquella década EE UU se encontró de repente como única potencia mundial y con un abanico de posibilidades para actuar muy amplio. Y empezó a intervenir en países donde no estaban en juego sus intereses vitales. Para rescatar a un pueblo en peligro, o para defender los valores de la libertad y la democracia. La tesis de Mandelbaum es que con estas opciones “de elección”, y no “de necesidad”, EE UU ha cosechado pocos éxitos.

Vista la catástrofe en víctimas civiles y refugiados, es legítimo pensar si la primera potencia podría haber hecho más

La mala conciencia por la inacción en Bosnia o Ruanda impulsó la doctrina de intervención humanitaria y la responsabilidad de proteger, según la cual la soberanía nacional de un Estado no es absoluta: puede vulnerarse si este Estado viola los derechos humanos. El éxito de esta doctrina en Kosovo —y antes, tras años de titubeos, en Bosnia— volvió a mover el péndulo hacia el otro extremo. Ahora a veces se olvida, pero la invasión de Irak no fue una cosa solo del presidente George W. Bush y los neoconservadores. Contaba con un amplio respaldo, incluido el de algunos de los llamados liberal hawks, los halcones liberales. Para muchos halcones liberales, los Balcanes —la experiencia de ver cómo EE UU asistía impasible a un nuevo intento de exterminio en Europa— fueron el despertar de su conciencia política.

Una de estas personas sacudidas por la experiencia en Bosnia fue Samantha Power, una periodista freelance en los Balcances de los noventa que, al regresar, escribió Problema infernal: Estados Unidos en la era del genocidio. El libro, premiado con el Pulitzer, es una historia de la parálisis de   EE UU ante los genocidios del siglo XX. “Me obsesionaba el asesinato de los hombres y niños musulmanes de Srbrenica, mi propio fracaso a la hora de hacer sonar la alarma y el rechazo del mundo exterior a intervenir, incluso cuando el peligro que los hombres corrían era obvio”, escribió Power en el prefacio.

Power no apoyó la guerra de Irak, pero para algunos de sus colegas en el campo progresista, en aquel momento una intervención para deponer al tirano Sadam Husein, y con el noble fin de llevar la democracia a los iraquíes, no parecía tan descabellado. Y EE UU, después del primer triunfo en Irak, del éxito de la operación en Kosovo y de la rápida invasión de Afganistán, se sentía fuerte. Vietnam era un recuerdo lejano. De nuevo, y por citar a Beinart, el síndrome de Ícaro, el héroe griego que quiso volar demasiado cerca del sol y se quemó. El fiasco fue colosal. Como el coste en vidas humanas y dinero. Y de nuevo el péndulo se movió.

Obama ganó en 2008 con la promesa de acabar con las guerras de la década pasada. Era un presidente de repliegue en un país aquejado de la fatiga bélica.

La realidad resultó más compleja. En los últimos ocho años se han reproducido, de forma concentrada, los mismos dilemas que en las décadas anteriores. Obama en Libia en 2011, con el aval del Consejo de Seguridad de la ONU y sin tomar la delantera en las operaciones bélicas (el famoso “liderazgo desde atrás”), pero sin desplegar tropas. Acabó con otro escarmiento geopolítico: la derrota y caída del dictador Muamar el Gadafi no trajo paz y democracia, sino que dejó un Estado fallido en el que se ha hecho un lugar el Estado Islámico, o ISIS.

Cuando, tres años después de la intervención en Libia, en el verano de 2013, Obama se vio ante la tesitura de decidir si intervenir o no en Siria, Power, que era la embajadora de EE UU ante la ONU, una colaboradora estrecha de Obama, pronunció durante aquellos días un discurso en el Centro para el Progreso Americano, el laboratorio de ideas más cercano a la Administración de Obama. “Deberíamos aceptar que hay límites en este mundo que no pueden cruzarse y que hay que preservar, límites al comportamiento asesino, en especial con armas de destrucción masiva”, dijo Power. “Si no podemos ser valientes para actuar cuando las pruebas son claras y cuando la acción contemplada es limitada, nuestra capacidad para liderar el mundo se verá comprometida. La alternativa es dar luz verde a las atrocidades que amenazarán nuestra seguridad, que perseguirán nuestras conciencias; atrocidades que acabarán por obligarnos a usar la fuerza con mayores riesgos y costes para nuestros ciudadanos. Si el último siglo nos enseña algo es esto”.

La mala conciencia por la inacción en Bosnia o Ruanda impulsó una doctrina del intervencionismo humanitario

La causa del intervencionismo humanitario perdió el debate. Porque Obama no es un idealista en política exterior. Se siente más cómodo en la tradición de la realpolitik. En un libro recién publicado, Derek Chollet, que le asesoró en la Casa Blanca, lo compara con el presidente Richard Nixon. Nixon, recuerda Chollet, creía que EE UU “no puede concebir, ni concebirá, todos los planes, ni diseñar todos los programas, ni ejecutar todas las decisiones, ni embarcarse en la defensa de todas las naciones libres del mundo”. El pasado junio, en declaraciones a EL PAÍS, Obama dijo algo similar refiriéndose a las crisis del mundo actual: “Es evidente que ninguna nación —ni siquiera una tan poderosa como Estados Unidos— puede resolver este tipo de problemas transnacionales por sí sola”.

Cuenta el periodista Jeffrey Goldberg, en una amplio perfil de Obama que publicó en abril en la revista The Atlantic, que en alguna discusión interna en la Casa Blanca llegó a decirle a Power: “Samantha, basta ya, he leído tu libro”.

Obama no hizo caso a Power y dio marcha atrás. No habría sido una intervención estrictamente humanitaria, sino para destruir las armas químicas de El Asad. Pero, vista la catástrofe en términos de víctimas civiles y refugiados, que ya entonces había comenzado y que se agravó en los años siguientes, es legítimo plantear si la primera potencia mundial habría podido hacer algo más y si dentro de unos años EE UU deberá reprocharse la inacción como ocurrió en otros episodios del siglo XX.

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Sobre la firma

Marc Bassets
Es corresponsal de EL PAÍS en París y antes lo fue en Washington. Se incorporó a este diario en 2014 después de haber trabajado para 'La Vanguardia' en Bruselas, Berlín, Nueva York y Washington. Es autor del libro 'Otoño americano' (editorial Elba, 2017).

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