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NADA ESCRITO
Columna
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Adiós a las armas

El día 2, el país que se despierta con los gallos, demostrará que la paz es una forma del amanecer

Juan Villoro

Ciertos platillos llevan incluida su sobremesa. Uno de ellos es el ajiaco colombiano, que se termina de preparar en cada plato con un ritmo que asegura la conversación. Después de la última cucharada, ya se habló de todo.

Conocí a la poeta María Mercedes Carranza en 2003 ante una olla de ajiaco. Hija de Eduardo Carranza y directora de la Casa José Asunción Silva, María Mercedes aprovechó las diversas fases del guiso para hablar de quienes se roban el fuego con sus versos. Luego pasó a un tema que la inquietaba. Su hermano Ramiro había sido secuestrado por las FARC y su exmarido, el periodista Fernando Garavito, amenazado por los paramilitares. ¿Cómo creer en un país donde los bandos combatientes destrozan por igual la vida de la gente? María Mercedes hablaba de esto con cansada serenidad. Semanas después puso alivio a su tristeza con una sobredosis de antidepresivos. A su lado, un poema de su padre decía: “Todo cae, se esfuma, se despide, y yo mismo me estoy diciendo adiós”.

Durante medio siglo, Colombia padeció la doble violencia de las FARC —que pasaron de sus reivincidaciones marxistas a la industria del secuestro— y de los paramilitares, escuadrones de la muerte auspiciados por finqueros y empresarios. Cada familia tiene agravios de uno u otro bando. Héctor Abad Faciolince narró en Babelia una historia emblemática: su padre fue asesinado por los paramilitares y su cuñado, secuestrado por las FARC. El autor de El olvido que seremos entiende que la venganza no es justicia; no pide un castigo ejemplar para quienes cometieron actos violentos; pide que el horror termine y no se olvide.

El armisticio es la condición pero no la garantía del bienestar

Una pieza de la artista Doris Salcedo resume la dificultad de hacer la paz en un ámbito polarizado. Se trata de una mesa de negociación hecha con tablones unidos de manera forzada pero firme; en la juntura hay una cicatriz, la insoslayable marca de la memoria.

El 2 de octubre Colombia celebrará un plebiscito a propósito de la paz firmada por las FARC y el Gobierno de Juan Manuel Santos en La Habana, después de cuatro años de negociaciones. El acuerdo tiene 297 páginas. Algo que requiere de tantas palabras no puede ser perfecto: desde que Kant escribió La paz perpetua en 1795, sabemos que la calma absoluta es una conjetura filosófica.

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El Plan Colombia, fraguado en 1999 por el presidente Andrés Pastrana y el Gobierno de Estados Unidos, desató la mayor inversión militar de América Latina sin derrotar a las FARC. Las negociaciones han conseguido la desmovilización que no lograron los ejércitos.

Los crepúsculos de las guerrillas son dramáticos. El Che fue ultimado en Bolivia y su cuerpo exhibido como el del Cristo de Mantegna. Los sandinistas depusieron democráticamente el poder en 1990, pero regresaron con una venganza y entronizaron a Daniel Ortega. Con los Acuerdos de Chapultepec, el gobierno salvadoreño y el FLMN sellaron la paz en 1992 y los antiguos enemigos pasaron al tenso empate de la vida en común. El armisticio es la condición pero no la garantía del bienestar.

Después de la guerra civil salvadoreña, el novelista Horacio Castellanos Moya se trasladó a México para trabajar en un periódico. Ahí descubrió que la paz puede imponer condiciones más arduas que la guerra: “En 10 años de guerrilla no vi tantas intrigas como en seis meses de periodismo en México”, comentó. Y, sin embargo, ha sido en Chiapas donde la guerrilla ha dado el más pacífico de los ejemplos. El EZLN lleva veintidós años reinventando la vida diaria; no trafica con armas, drogas ni secuestros, sino con café, textiles e ideas.

Los colombianos tienen una rara fascinación por madrugar. El domingo 2, el país que se despierta con los primeros gallos demostrará que la paz es una forma del amanecer.

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