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COLUMNA
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¿Por qué gritamos tanto?

Deberíamos todos recordar en las horas en que se juega a ver quién grita más, que la razón queda humillada en el tiroteo verbal

Juan Arias

Vivimos en la sociedad del grito. Hablamos en voz alta. Gritan los pastores religiosos en los templos; gritan y se insultan los políticos en el Congreso; gritan los jueces y fiscales: gritan las personas en las redes sociales, y gritamos los periodistas. Sólo las víctimas permanecen calladas.

Un magnífico artículo de Ana García Moreno sobre el silencio, en este mismo diario, me ha hecho reflexionar sobre el imperativo del grito en nuestra sociedad, como si estuviésemos convencidos que quién más levanta la voz, y con palabras más gruesas, es quién más razón lleva.

El insulto, tanto el hablado como el escrito, es un grito que hiere al diálogo. El grito gratuito lanzado contra el otro es una ofensa que revela más la debilidad que la fuerza de nuestras razones.

La persuasión está amasada más de silencios que de ruidos

El silencio del diálogo nos da miedo porque nos obliga a desnudarnos de nuestros prejuicios para escuchar al otro.

La persuasión está amasada más de silencios que de ruidos.

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Un grito legítimo es el que lanzamos a solas cuando el dolor nos aprieta o cuando la injusticia nos ahoga. Es un grito de desesperación que no hiere ya que suele ser una pregunta sin respuesta.

Es el grito que, según los evangelios, lanzó Cristo en la cruz al morir: "Jesús exclamó con gran voz: Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" (en Mateo 27).

Era un grito llamado a ahogarse en el silencio de Dios.

Quizás deberíamos recordar todos aquel proverbio chino, recogido por el genial escritor argentino Jorge Luis Borges: "No hables, a menos que puedas mejorar el silencio".

Hoy nos falta filosofía y nos sobra intriga y cálculo político. Y la primera piedra de los templos de la filosofía, como decía ya Pitágoras, es el silencio.

¿No se suele decir que los ríos más profundos son los que hacen menos ruido? La superficialidad es la que más levanta hoy la voz.

Deberíamos todos recordar en las horas en que se juega a ver quién grita más, quién insulta más, quién se coloca como abanderado de la única verdad, que la razón queda humillada en el tiroteo verbal.

Al final de cuentas, esa predilección por el grito y por el insulto al que no piensa como tu, ¿no será el miedo a escucharnos a nosotros mismos?

¿No tendremos en definitiva miedo a que la reflexión y la escucha de las razones del otro nos desnuden, mientras que el ruido, nos sirve de escudo contra nuestra propia inseguridad?

Quien está convencido de su verdad no necesita imponerla a puñetazos a los demás. La coloca sobre el mantel del diálogo, como ágape para que todos puedan disfrutarla, sin pretensiones de exclusividad.

El grito y el insulto son siempre fascistas. La democracia se construye con el duro ejercicio del diálogo, que supone la convicción sincera de que nadie es dueño de toda la verdad.

Los dogmas son siempre de cuño autoritario. Evocan intransigencia y caza de brujas. La laicidad, como la ciencia, está hecha de incertidumbres, miedo a equivocarnos y deseos de compartir las razones de los otros.

Dejemos, si acaso, gritar a los poetas y a sus imágenes, que son ellos quienes mejor saben revelarnos la fuerza de ciertos silencios.

Todos los otros ruidos nos deshumanizan.

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