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NADA ESCRITO
Columna
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Elegir la indecisión

Colombia ha pasado a un territorio incierto, una larga planicie de negociaciones y trámites

Juan Villoro

Colombia ha puesto en práctica un recurso favorito de Latinoamérica: la indecisión. En contra de lo que preveían las encuestas, los votantes se opusieron a los acuerdos de paz. Los elogios de la comunidad internacional y el Nobel de la Paz, que Santos cambiaría por el respaldo de su gente, han premiado una causa perdida.

La noticia recuerda las elecciones de 2010, cuando Mockus y el propio Santos llegaron a la segunda vuelta. Ese domingo 20 de junio los encuestadores se negaban a definir al posible ganador. Sin embargo, la contienda fue menos disputada que los sondeos.

Presencié aquella jornada en Barran-quilla. Los carteles de propaganda de Santos estaban hechos por pintores industriales. A Mockus lo apoyaban cartulinas dibujadas a lápiz. La casa de campaña del exministro de Álvaro Uribe era una oficina bulliciosa mientras que los seguidores del Partido Verde se reunían en un parque, bajo la sombra de un árbol. Aunque la asimetría de recursos era mayúscula, las encuestas señalaban que el filósofo y matemático Antanas Mockus podía ganar la presidencia. En el debate final se presentó como alguien tan agradable como caótico, una mezcla de pastor presbiteriano, exhippie que aprendió economía por correspondencia y sastre de pueblo. Parecía maravilloso que Colombia votara por esa figura fuera de serie.

La mayoría de los colombianos desea la paz, pero no todos la desean de esa manera

Aquel domingo 20 almorcé en un restaurante árabe con Jaime Abello, director de la Fundación de Nuevo Periodismo Iberoamericano. Ahí nos alcanzó la noticia de que los colombianos en el extranjero habían preferido a Mockus. “Ya sólo falta que gane en Colombia”, dijo con ironía Abello. La realidad no hizo ningún esfuerzo por parecerse a los pronósticos: Santos obtuvo el doble de votos.

Seis años después, la sorpresiva derrota del sí obliga a revisar dos posibilidades: o los encuestadores colombianos no sirven para nada o la gente responde con mentiras.

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Pocos países se parecen tanto como México y Colombia. En 1913, Pedro Henríquez Ureña intervino en la polémica sobre qué tan mexicano era el dramaturgo Juan Ruiz de Alarcón, nacido en Taxco pero afincado en la España del Siglo de Oro. Su veredicto fue el siguiente: la identidad del autor de Mudarse por mejorarse se reconocía por “el sentimiento velado, el tono discreto, el matiz crepuscular de la poesía”. En otras palabras, lo “mexicano” de Juan Ruiz era su ambivalencia, muy similar a la de los votantes del pasado 2 de octubre.

La mayoría de los colombianos desea la paz, pero no todos la desean de esa manera. Resulta difícil olvidar agravios de cincuenta años. Aun así, Colombia parecía dispuesta a iniciar la aventura de la reconciliación. El enemigo no debía rendirse sino llegar a un acuerdo; eso implicaba prescindir de la venganza y rebajar castigos, idea más fácil de proclamar que de ejercer. Muchos de los que prometieron su voto por la paz no se presentaron en las casillas (sólo el 37,28 % ejerció su voluntad) y otros se embravecieron ante la boleta, como quien apuesta por un gallo de pelea.

¿Qué importa más, el pasado o el futuro? En el domingo colombiano las afrentas de medio siglo fueron más decisivas que el porvenir.

La democracia pasa por momentos peculiares. Gran Bretaña optó por el Brexit y al día siguiente el 7% de quienes apoyaron esa causa se arrepintió de su decisión (habían querido “llamar la atención” sin sospechar que “ganarían”). En el siglo XVIII Lichtenberg dijo que los votos no deberían ser contados sino pesados; no todo mundo sufraga con la misma fuerza.

Colombia ha pasado a un territorio incierto, una larga planicie de negociaciones y trámites acaso irresolubles.

En caso de duda, el latinoamericano vota por la duda.

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