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El pulso contra los pactos comerciales amenaza uno de los pilares de la UE

Los recelos al acuerdo con Canadá cuestionan el futuro de los tratados que negocia Bruselas

Manifestantes en contra del TTIP y el CETA en Polonia.
Manifestantes en contra del TTIP y el CETA en Polonia. AGENCJA GAZETA (REUTERS)

¿Ha ido demasiado lejos la globalización? Una parte de Europa —incluso de EE UU— empieza a responder afirmativamente a esa cuestión. Valonia, una pequeña región de Bélgica de apenas 3,5 millones de habitantes, acaba de bloquear el acuerdo comercial entre la UE y Canadá. El tratado con EE UU está ya, de facto, en el congelador: ni Alemania ni Francia lo impulsarán mientras la ciudadanía siga con las protestas en todo el continente. Europa, que hizo de la globalización una seña de identidad, opta por renacionalizar la política comercial mientras no amaine el pulso contra el establishment para desespero de Bruselas.

Namur y su ciudadela del siglo XVII, acosada por Ejércitos durante siglos, lanzó el viernes una declaración de guerra a la globalización económica: el Parlamento valón rechazó el acuerdo de libre comercio con Canadá —sometido a votación en todos los Estados miembros— por abrumadora mayoría, para regocijo de un amasijo de actores políticos entre los que destacan los movimientos antiestablishment y las ONG, pero a los que en toda Europa se han unido incluso los partidos tradicionales.

El bloqueo de Holanda al tratado UE-Ucrania y las condiciones de los jueces del Constitucional alemán al pacto con Canadá son dos capítulos anteriores de la misma película, en los dos países más librecambistas de la Europa continental. Bajo la salida del Reino Unido de la UE laten también las secuelas de la hiperglobalización de los últimos años. Y la negativa de Valonia, que se enfrenta a presiones por tierra, mar y aire, funciona como una especie de Brexit comercial.

La suma de fuerzas durante 60 años de historia ha convertido a la UE en el mayor bloque comercial del mundo, por delante de EE UU: las importaciones y exportaciones de los 28 socios suponen el 16% de los intercambios mundiales. Pero la crisis de identidad que atenaza al club comunitario pone en peligro una de las esencias de la Unión: la capacidad de firmar acuerdos comerciales en nombre de todos los miembros de la familia.

Tras suscribir sin dudas 52 pactos con países de todo pelaje, los gobernantes se atascan ahora con Norteamérica, la zona más afín a los estándares europeos. Los términos de la negociación con EE UU están aún muy lejos de ser aceptables para la UE, según reconoce la propia Comisión Europea, pero el caso de Canadá enciende todas las alarmas en Bruselas. El razonamiento común es: si la Unión no suscribe un acuerdo con Canadá, probablemente el país con el que más valores comparte, ¿con quién lo hará? “¿Quién va querer a hacer negocios con Europa?”, se pregunta el primer ministro canadiense, Justin Trudeau.

La credibilidad de la UE como actor global está en entredicho. La comisaria de Comercio, Cecilia Malmström, intenta capear esa ola de escepticismo ante una de las labores básicas del proyecto: la firma de tratados comerciales. “Pese a las protestas, todavía hay una mayoría de gente a favor del TTIP [Tratado Transatlántico de Comercio e Inversión, en sus siglas en inglés] y de los acuerdos comerciales”, se lamenta. “Espero que haya una reflexión profunda sobre la conveniencia de esos tratados. Si cada país tiene que ir a negociar sus propios acuerdos, habrá que desearle suerte”, asegura a EL PAÍS.

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Bruselas se enfrenta al desencanto de la ciudadanía, pero las dudas van de abajo arriba y alcanzan incluso a los líderes: la canciller Angela Merkel se empeñó en junio en que los Parlamentos nacionales voten los acuerdos comerciales de la UE, de forma que no baste solo con la firma de Bruselas. Y esa renacionalización de la política comercial complica cualquier decisión con un calendario electoral muy caliente —referéndum en Italia; elecciones en Holanda, Alemania y Francia— mientras no amaine la desconfianza de la opinión pública hacia las iniciativas de Bruselas.

“Se acabaron los días en los que los diplomáticos cerraban acuerdos en oscuras habitaciones llenas de humo. La ciudadanía ha entendido que esos tratados tienen profundos efectos sobre sus vidas; los perdedores de la globalización quieren poder decir algo al respecto. Y no se trata solo de Europa: no sabemos quién va a ganar las elecciones de EE UU, pero tanto con Trump como con Clinton los acuerdos firmados en los últimos tiempos están en peligro”, advierte Charles Wyplosz, del Graduate Institute de Ginebra. “La globalización no está en entredicho, pero acabó la era del fundamentalismo globalizador”, añade Dani Rodrik, de Harvard.

Rumania, Bulgaria, Austria

Bruselas y Ottawa han tratado de maniobrar para salvar el pacto. Canadá aceptó reabrir el acuerdo, una vez culminado, para introducir clarificaciones que acabaran con los recelos de algunos socios. Eso ha calmado las aguas en Rumania y Bulgaria, incluso en Austria, el país que ha expresado más claramente sus objeciones. Pero la decisión de los valones deja en el aire la aprobación.

Los asuntos comerciales han entrado a todo tren en la agenda europea: el martes, los ministros del ramo se reúnen en Luxemburgo para tratar de desbloquear la situación; a finales de semana, serán los jefes de Estado y de Gobierno, en Bruselas, quienes digan la última palabra.

Los líderes llevan una década sumándose a la desconfianza de parte de los europeos respecto a la liberalización comercial: no está claro cómo van a devolver ahora al genio a la botella. “Los británicos llevaban décadas echando pestes de Europa: 20 días de floja campaña acabaron en el Brexit; ese patrón corre el riesgo de repetirse en este asunto”, aseguran fuentes europeas.

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