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Columna
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El Rubicón del chavismo

Las conversaciones entre Gobierno y Vaticano, que celebraron una primera sesión apenas más que para verse las caras, dan un respiro a Maduro

Maduro (centro), junto a su esposa Cilia Flores y el expresidente español José Luis Rodriguez Zapatero, tras la reunión con la oposición auspiciada por el Vaticano, el 30 de octubre en Caracas.
Maduro (centro), junto a su esposa Cilia Flores y el expresidente español José Luis Rodriguez Zapatero, tras la reunión con la oposición auspiciada por el Vaticano, el 30 de octubre en Caracas.RONALDO SCHEMIDT (AFP)

Venezuela llevaba tiempo viviendo al borde de la ruptura definitiva y violenta entre oposición y Gobierno chavista. El enfrentamiento iba cargándose desde que el poder anunció que se aplazaban sine die las elecciones regionales, con lo que eludía una probable nueva victoria de la oposición; ya en octubre se producía la declaración oficial de que este año no habría revocatorio -la votación que, de aprobarse, pondría fin a la presidencia de Nicolás Maduro-; y acto seguido el legislativo, dominado por los antichavistas, iniciaba el proceso legal para la destitución del presidente.

Entre acusaciones oficialistas de que el antichavismo quería dar un golpe de Estado y de la oposición de que el Gobierno ya lo había dado, sí que se producía un golpe, pero de efecto. El Vaticano mediaba para que las partes se reunieran a dialogar-negociar, y tras una negativa a coro de la oposición surgían las divisiones que siempre han existido entre maximalistas y contemporizadores, estos últimos poco dispuestos a quedar mal ante el mundo haciéndole un feo al Papa. ¿Ha calculado bien Bergoglio dónde se mete?

Las conversaciones, que celebraron una primera sesión apenas más que para verse las caras, dan un respiro al chavismo, cuya máxima preocupación es que no haya revocatorio antes del próximo 10 de enero porque, si ganara la oposición Maduro tendría que dejar la presidencia, mientras que de organizarse el año que viene lo peor para el poder sería que tuviera que resignar la alta magistratura en uno de sus vicepresidentes, con lo que de nuevo el Gobierno dilataría la pugna. Pero no es coherente que, con conversaciones o sin ellas, el chavismo acepte lo que hoy parece un suicidio electoral.

En Venezuela no hay una institucionalidad, sino dos. Una, democrático-occidental, que es a la que legítimamente se atiene la MUD, en la que está mal encuadrada toda la oposición, y otra, bolivariana, que se superpone a la anterior como un instrumento de casación permanente de cualquier decisión que tome la Asamblea Nacional. Es el Estado Comunal, por otro nombre más perfumado, el Socialismo del Siglo XXI, que un día estaba previsto que reemplazara a la institucionalidad democrática occidental. Y el mazazo siguiente sería la proscripción de la Asamblea, limpiamente elegida en diciembre pasado. Y como todo el mundo se siente mejor si cree en lo que hace, es esa institucionalidad ad hoc la que permite que los dirigentes chavistas se sientan con derecho a recurrir a cualquier estratagema para preservar la revolución.

La oposición parece hoy vocalmente unida en que todo ha sido un aplazamiento, poco más que una cortesía para con la Santa Sede, y que si el poder no da pasos sustanciales como la liberación de los ‘presos políticos’, de los que han salido ya seis pero de peso menor, la agitación en la calle se reanudará el viernes 11, con la aplazada marcha sobre el palacio de Miraflores. El Rubicón chavista -acabar con el último vestigio de legalidad- está de nuevo a la vista, pero aún falta dar la última zancada.

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