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Columna
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Un mundo sin Mandela

La desbandada respecto a la justicia universal ha empezado en un Estado fallido como es Burundi

Lluís Bassets
El ministro sudafricano de Justicia, Michael Masutha, anunció el viernes un proyecto de ley para retirarse de la CPI.
El ministro sudafricano de Justicia, Michael Masutha, anunció el viernes un proyecto de ley para retirarse de la CPI.AP

Los males de Europa son los males del mundo. Nada de lo que nos sucede a los europeos es original. En todo caso, es peor, porque Europa era un modelo de integración y cooperación multilateral y se está convirtiendo en lo contrario. No debiera sorprender la desbandada que ha empezado en África respecto a la justicia universal. Si en Europa regresan los nacionalismos y los políticos se escudan en las decisiones soberanas para incumplir los tratados y compromisos internacionales, podemos imaginar qué sucederá en un continente tan convulso y poco integrado como África.

Burundi ha sido el primer país en anunciar su retirada de la Corte Penal Internacional (CPI). Tiene toda la lógica, por cuanto su presidente, Pierre Nkurunziza, es un firme candidato a ocupar el banquillo algún día. Burundi ha sufrido en su historia reciente dos genocidios y se halla ahora en una espiral de violencia étnica y política que ha expulsado a 300.000 personas y dejado un reguero de muertes de civiles a manos de las fuerzas de seguridad hasta hacer temer su repetición. El estallido actual se ha producido por la perpetuación en el poder del presidente, que venció en las elecciones por tercera vez a pesar de que la Constitución limitaba a dos los mandatos presidenciales, una circunstancia que se repite en muchos países africanos.

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A continuación ha sido Sudáfrica, país pionero en los primeros pasos de la Corte Penal Internacional, que ahora está en vanguardia de los que quieren abandonarla. En su caso el detonante fue la orden de detención emitida por la CPI en junio de 2015 contra el dictador de Sudán del Norte, Omar al Bachir, acusado de crímenes de guerra y genocidio, cuando se encontraba en visita oficial en Johanesburgo con motivo de una cumbre de la Unión Africana. Aunque el tribunal supremo quiso aplicarla, el Gobierno hizo caso omiso, abriendo un enfrentamiento entre ambos poderes.

Gambia, un país que se halla en la lista negra de los derechos humanos, ha sido el tercero. Su presidente, Yahya Jammeh, dio un golpe de Estado hace 21 años y luego se ha perpetuado mediante elecciones amañadas en cuatro ocasiones. La aportación gambiana ha sido añadir a la lista de agravios africanos contra la CPI su pasividad ante las muertes de africanos en el Mediterráneo.

La CPI empezó a funcionar en 2002 y, hasta ahora, ha abierto 10 investigaciones judiciales, nueve de ellas referidas a países africanos, y condenado a cuatro personas, todos africanos. El entusiasmo inicial africano por la CPI se ha convertido ahora en un rechazo generalizado, que amenaza con dejar impunes innumerables crímenes. El argumento de los dirigentes hostiles es que la CPI se ha convertido en un instrumento racista de los europeos y de las grandes potencias para entrometerse en su continente. La CPI solo puede perseguir a los nacionales de países firmantes del Estatuto de Roma o cuando lo solicite el Consejo de Seguridad, donde tienen asiento permanente y derecho de veto países no firmantes como Estados Unidos, Rusia y China.

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En Europa, en vez de Vaclav Havel tenemos a Viktor Orban. En África, en vez de Nelson Mandela, está Jakob Zuma.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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