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“Mi padre me metió en el coche y empezó a golpearme”

En las sociedades árabes e islámicas aún se justifica la violencia de género como un asunto privado

La primera campaña contra la violencia doméstica en Arabia Saudí, en 2013.
La primera campaña contra la violencia doméstica en Arabia Saudí, en 2013.
Ángeles Espinosa

“Mi padre me metió en el coche y empezó a golpearme en la cabeza enfadado, a la vez que gritaba: ‘¿Qué has hecho a nuestra familia?’ Cuando llegamos a casa, siguió golpeándome”. La paliza, que no era la primera pero si la más grave que hasta entonces había recibido Hessa, se debió a que su progenitor la encontró en la calle en compañía de un chico y, además, sin cubrir con la abaya, la capa de tela negra que es preceptiva para las mujeres en muchas sociedades árabes. Con 22 años, Hessa era en teoría mayor de edad. El incidente no se produjo en la anacrónica Arabia Saudí sino en los glamurosos Emiratos Árabes Unidos.

Bajo la capa de modernidad que ofrecen algunos países de Oriente Próximo, en las sociedades árabes e islámicas predomina aún la convicción de que la violencia doméstica es un asunto privado y, a menudo, se condona como una respuesta justificable al mal comportamiento de las mujeres. Víctimas, familias, policías e incluso sanitarios guardan un silencio cómplice bajo la presión de normas sociales, religiosas o culturales que pocos se atreven a cuestionar en alto.

“Lo que me ocurrió es muy normal en mi país porque a una chica no se le permite hacer nada que los varones de su familia consideren una deshonra para ésta o para la sociedad. Y golpear a una mujer es el menor de los castigos”, recuerda Hessa, cuyo testimonio completo puede leerse al pie de este texto. Ella ha pagado un elevado precio por su libertad. En 2011, dos años después de aquella paliza, ante la inminencia de que su padre descubriera que tenía novio occidental y cristiano, abandonó Emiratos. “No quería que me mataran por haber roto una norma social”.

“En esta parte del mundo, las mujeres sufren una triple violencia: por parte de la sociedad, del Estado y de los extremistas religiosos”, resume Sussan Tahmasebi, una activista iraní de los derechos de la mujer y cofundadora de International Civil Society Action Network.

Tahmasebi apunta a las leyes sobre el estatuto personal que, con ligeras diferencias entre países, limitan la autonomía de la mujer al requerirle permiso del padre para casarse, dificultar su divorcio, relegarla en la custodia de los hijos, permitir la poligamia y discriminarla en la herencia. Las activistas hablan de “impedimentos culturales” y evitan criticar la Sharía (ley islámica). Tal como explica Hala Aldosari en un estudio sobre esos códigos, las autoridades defienden que “están basados en referencias islámicas, pero introducen códigos laicos cuando hay una necesidad política”.

Desde su experiencia en la zona, Marta Saldaña Martín, investigadora de la Universidad Georgetown de Qatar, destaca la contradicción de que “las autoridades promuevan la educación e inserción en el mundo laboral de las mujeres, mientras casi cualquier aspecto de sus vidas queda sujeto por ley a la aprobación de los varones de sus familias”. Intentar ejercer mayor libertad se castiga “con violencia psicológica y/o física que todavía es muy difícil de denunciar por falta de legislación que las proteja”, añade.

Aunque la mayoría de los países han firmado la Convención para la eliminación de todas las formas de discriminación contra las mujeres y la Declaración al respecto de la ONU de 1993, esos compromisos internacionales quedan matizados con la reserva de que “no contradigan la Sharía” y no se han traducido en cambios legales suficientes. Si se promultan normas contra la violencia doméstica, rara vez incluyen la violación dentro del matrimonio, por ejemplo.

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El trabajo de las activistas ha logrado que las autoridades empiecen a reconocer la gravedad de la situación. Incluso en Arabia Saudí (donde el problema no es que las mujeres tengan prohibido conducir, sino que sus vidas están controladas por un hombre desde el nacimiento a la muerte), existe desde 2005 el Programa Nacional de Seguridad de la Familia, que facilita refugio y mecanismos a las víctimas de la violencia doméstica.

“Ha habido reformas, pero su puesta en práctica continúa siendo un problema”, admite Tahmasebi. En su opinión, lo más grave es la ausencia de espacio para que las mujeres puedan hacer oír sus voces y reclamar sus derechos. “La represión contra el extremismo [islamista] está reduciendo rápidamente el poco espacio que existía: Los grupos de mujeres se han convertido en objetivo de las agencias de seguridad; es una forma fácil de apaciguar a los islamistas”, concluye.

Sin libertad para salir con un chico o vestirse a su gusto

“Tuve el privilegio de ir a una de las mayores universidades de EAU que, aunque segregada, se encontraba a algunas horas de mi casa, lo que implicaba vivir en la residencia del campus. Mi padre nunca estuvo del todo de acuerdo. Temía que eso abriera mi mente al mundo, que contaminara mi forma de pensar y que me llevara a actuar mal. El mayor incidente se produjo en 2009. Me dio una paliza cuando, tras una cena con amigos, me encontró en la calle acompañada por un chico estadounidense y vestida de una forma que consideró inaceptable.

No llevaba la abaya [el manto negro con el que es costumbre que las mujeres locales se cubran en Emiratos y otros países de la zona] y el vestido dejaba a la vista mis brazos y espalda. Me metió en el coche y empezó a golpearme en la cabeza enfadado, a la vez que gritaba: "¿Qué has hecho a nuestra familia?" Cuando llegamos a casa, siguió golpeándome. Después, me encerró en mi cuarto, sin acceso a ordenador, teléfono o televisión, y ni siquiera podía ir a la universidad, lo que supuso la interrupción no oficial de mis estudios. Quedé tan hinchada que mis hermanas y mi madre se sintieron mal, y trataban de animarme cuando podían. Al cabo de siete meses, mi madre logró que mi padre me permitiese volver a clase, con lo que recuperé cierta libertad. A pesar del estricto control que la universidad ejerce sobre las estudiantes que residen en el campus, siempre encontrábamos formas de escapar, y yo lo hacía cada vez que tenía ocasión.

Dos años después, mi padre registró mi mochila, encontró un tique de compra de la tienda libre de impuestos del aeropuerto de Dubái y empezó a preguntarme a dónde había viajado. Negué haberlo hecho y le dije que ni siquiera tenía mi pasaporte. Me quedé de piedra cuando me mostró el recibo como prueba de que había viajado sin la familia. Entonces, me dijo: “Está bien, mañana iré a la oficina de inmigración y pediré una copia de tus entradas y salidas del país; si encuentro que has viajado sin mi permiso, no vas a volver a tener vida y te encerraré en casa hasta que te cases, sin la más mínima concesión”.

De golpe, reviví la paliza que me había dado en 2009 y supe que iba a descubrir que había viajado a Singapur con mis compañeras de clase para WorldMUN, una excursión que él nunca autorizó pero que hice de todas formas sin su permiso; que iba a descubrir mis viajes a Alemania para estudiar alemán durante el verano; que iba a descubrir mis escapadas a Francia, España y Estados Unidos. Supe que no se pararía en los destinos, sino que intentaría profundizar y obtener más detalles sobre con quién viajé y qué hice. Descubriría que tenía un novio británico a quien iba a visitar cada vez que tenía oportunidad, y que era blanco y cristiano. Semejante relación es algo prohibido [para una chica emiratí], algo que mi padre y muchos otros consideran haram [pecado].

Esa misma noche, tras la conversación, tenía que volver a la residencia universitaria, pero en lugar de dirigirme allí, fui directamente al aeropuerto y reservé el primer vuelo hacia Londres. Dejé mi país sin decírselo a mi familia y me refugié en casa de la familia de mi novio. No quería que me mataran por haber roto una norma social. Durante los tres años y medio que siguieron no volví a tener ningún contacto con mi casa.

La única ayuda con la que podía contar en aquel momento era la de amigas cercanas, pero no quise involucrar a nadie que pudiera tener problemas por ayudarme a escapar del país. Sabía que las autoridades no estarían de mi parte cualquiera que fuera mi historia. Contraté a un abogado para ayudarme a legalizar mi situación en el Reino Unido.

Siempre he querido volver a mi país para ver a mi madre, hermanos y nuevos sobrinos, pero me consta que mi padre puso una denuncia por mi fuga y si regreso, las autoridades me entregarán directamente él en su calidad de guardián [aunque la mayoría de edad en Emiratos se alcanza a los 21 años, las mujeres quedan bajo supervisión y control de su padre hasta que se casan, y entonces toma relevo el marido]. Al menos, recientemente he reanudado el contacto con algunos de mis hermanos, quienes hasta cierto punto respetan mi elección de vida.

Lo que me ocurrió es muy normal en mi país porque a una chica no se le permite hacer nada que los varones de su familia consideren una deshonra para ésta o para la sociedad. Y golpear a una mujer es el menor de los castigos. También se dan crímenes de honor. En la mayoría de los casos, los hombres se libran de ser procesados si dan una razón para haber matado a la chica, a veces ni siquiera necesitan justificarse porque los funcionarios saben que la chica ha hecho algo que ha molestado a los varones de su familia.

Las sociedades árabes se basan en la dominación masculina y justifican su trato a la las mujeres como una forma de proteger la familia y de promover el respeto hacia ellas. Lo que no dicen es que la mayoría es obligada a aceptar formas de vida/normas sociales que benefician a los hombres sin tener en cuenta la personalidad, la ideología o la forma de ser de las mujeres.

Después de lo ocurrido, me ha quedado un gran malestar emocional y mental. Desarrollé un desorden genérico de ansiedad. Tenía ataques de ansiedad inexplicados y me volvía tan paranoica con la gente y las situaciones que socializar me resultaba una experiencia muy negativa. Estoy plenamente convencida de que esto tiene que ver con la situación que atravesé con mi familia.

Cada cual tiene que hacer lo que cree correcto. Siempre habrá complicaciones. Depende de lo que es importante para cada una y por lo que considera que merece la pena luchar. Yo nací en la sociedad equivocada y decidí que mi libertad era más importante que mi país y mi familia”.

Hessa (nombre supuesto para proteger su identidad) es una emiratí que ahora tiene 29 años y vive fuera de su país.

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Sobre la firma

Ángeles Espinosa
Analista sobre asuntos del mundo árabe e islámico. Ex corresponsal en Dubái, Teherán, Bagdad, El Cairo y Beirut. Ha escrito 'El tiempo de las mujeres', 'El Reino del Desierto' y 'Días de Guerra'. Licenciada en Periodismo por la Universidad Complutense (Madrid) y Máster en Relaciones Internacionales por SAIS (Washington DC).

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