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Columna
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Mitología castrista

Fidel es una fabulación de la que él mismo es creador y protagonista

Lluís Bassets
Fidel con un bebé, Sherry Santana, en Washington
Fidel con un bebé, Sherry Santana, en WashingtonEFE

Mito y verdad tienen escasa relación. Sobre un fondo de verdad, un mito es esencialmente una fabulación. Fidel es un mito, una fabulación de la que él mismo es creador y protagonista. Es un mito su socialismo: a la vista está la ruina a la que llegó el modelo soviético. Lo es la patria soberana: para librarla de la dependencia estadounidense la sometió y se sometió a la dependencia soviética.

Junto al mito, una realidad incuestionable: puso a Cuba en el mapa. Pasó de un estatuto semicolonial a condicionar la relación entre Estados Unidos y la Unión Soviética. Nunca Cuba volverá a ser tan relevante. Nunca volverá a tener el mundo en vilo, al borde de la guerra nuclear. Sin Castro, la historia de la descolonización hubiera sido otra. Su aventura guerrillera en Sierra Maestra inspiró a los movimientos de liberación nacional en todo el mundo, y en África particularmente.

También en América Latina y Europa, aunque de la peor manera. Su teoría de los focos revolucionarios arruinó los horizontes reformistas y llevó a millares de jóvenes al matadero. Este es un mito mayor, el de la revolución violenta, y el más atractivo y peligroso. Su huella alcanza hasta ahora mismo, ironía de la historia, con esas FARC que han dejado las armas bajo auspicios cubanos. Sin Fidel y sin el Che, quizás no las hubieran tomado nunca. El destrozo es formidable y en parte irreparable, en vidas humanas sobre todo, incluida la reacción del golpismo militar y de la CIA. También en la confusión de las ideas sobre la violencia y la democracia que todavía persiste en buena parte de la izquierda.

No admite discusión que fue un gigante, un héroe de la revolución anticolonial y del socialismo de matriz soviética. Pero un gigante sanguinario, un héroe cruel y un dictador que mandó fusilar y encarcelar a millares de cubanos. Un caudillo militar sin escrúpulos, en definitiva. También un modelo gerontocrático para personajes como Robert Mugabe o Abdelaziz Buteflika. Y sublime sarcasmo, un cacique, un oligarca, fundador de una dinastía conservadora que pugnará por perpetuarse.

De sus aventuras africanas, queda la victoria militar en Angola frente a las tropas del régimen racista blanco de Sudáfrica. El fin del apartheid es una de las escasas batallas gloriosas en que la Guerra Fría se decantó por el otro lado, el gol del honor de la izquierda internacionalista y revolucionaria. Que, por cierto, pertenece entero a Mandela el anti Fidel.

De los mitos no se vive. Como gobernante fue una plaga, un desastre. Sobre todo en la gestión económica, ruinosa y absurda. Todo lo que hizo fue para mantenerse en el poder, alejar a quienes podían quitárselo y perpetuarse más allá de lo razonable. Cuba fue su cortijo, donde nadie podía alzarle la voz ni llevarle la contraria. Su poder personal y su huella en la historia del siglo XX han forjado el mito más persistente, que es el de la subjetividad revolucionaria, capaz de cambiar el mundo en las peores condiciones cuando hay voluntad y empeño. Este mito explica la fascinación que aún ejerce, aunque sea un abuso identificarle con la izquierda, la independencia y la libertad de los pueblos y, sobre todo, de las personas.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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