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Nico e Israel esperan en la morgue

El servicio forense de Tlanepantla recibe a los familiares de los que murieron en las explosiones de Tultepec. Esta es la historia del último día de un tío y su sobrino

Pablo Ferri
Bernardina Alvarado y su nieta Dulce esperan noticias de sus familiares en la morgue.
Bernardina Alvarado y su nieta Dulce esperan noticias de sus familiares en la morgue.PEDRO PARDO (AFP)

Sentada frente a la puerta de la morgue, Bernardina Alvarado acuna a su nieta. Le da un jugo, le rasca la frente con su barbilla. Le dice, “no llores”. La niña se llama Dulce y tiene un año y siete meses. Parece cansada, como su abuela. Están tapadas con una manta de Winnie The Pooh. Junto a ellas hay una bolsa con pañales y un par de refrescos. “Entramos al baño”, recuerda, “eso nos hizo tener más tiempo. Nos retrasó”. Se refiere a lo que pasó el martes, a las explosiones. La niña llora y Bernardina dice que tiene miedo: “No le gusta que la gente se acerque”. Bernardina dice también que Dulce está lastimada. “Se le quemaron las pompis”.

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En total eran ocho. Iban Bernardina, su hija Angélica, las hijas de esta, Dulce y Susuki. Otro nieto de Bernardina, Nico Peralta –Bernardina le llama así, “Nico Peralta”–, el marido de Angélica, Israel. Luego también la hermana de Bernardina, Claudia y su propio nieto.

Salieron de casa como a mediodía. Llegaron al mercado de cohetes de Tultepec una hora más tarde. Aparcaron su camioneta en el estacionamiento. Claudia, que acaba de llegar, menciona que había ido a Tultepec, sí, pero a las casas, no al mercado. La gente vende cohetes en sus propias casas, no siempre en el mercado. Así es la cuna de la pirotecnia en México.

El martes fueron porque Israel quería comprar luces de bengala. El próximo 26 de diciembre, o el 28, Bernardina no recuerda, patrocinaba una fiesta en su pueblo, Huajuapan de León, en Oaxaca. Era el padrino. El que organiza. El que compra los cohetes.

Llegaron y se distribuyeron así: Bernardina iba con su hija y sus dos nietas. Su hermana Claudia iba con su nieto. Su yerno, Israel, iba con Nico Peralta. Aparcaron y pasaron al baño y quizá ese detalle salvó algunas vidas. Luego entraron al mercado. Bernardina dice que Dulce estaba molesta. “Le dolía un oído, no paraba de llorar”. Claudia recuerda que se cansó de andar y se sentó en una silla mientras Israel y Nico Peralta miraban las luces de bengala. Y entonces, la explosión.

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Su relato a partir de aquí parece una carrera de obstáculos. Vallas, piedras con lumbre cayendo del cielo, gente corriendo, gente pisando a otra gente, pasto ardiendo, silencio absoluto, ese silencio que provocan los grandes estruendos. Y luego, mucho ruido. “El ambiente”, dice Bernardina, “se hizo como si estuviéramos debajo de una bomba atómica”.

Correr. Primero salir del mercado, llegar al estacionamiento. Luego saltar la valla, una barda de metro y medio. Bernardina, su hija y sus nietas llegaron primero. La abuela pasó a Dulce al otro lado de la valla. Alguien se la recibió. “No sé quién fue, yo no más la pasé”. Luego saltaron su hija y su otra nieta. Después le gritó a su hermana Claudia, que estaba tirada junto a un coche, tratando de que no le dieran las piedras.

“Yo”, dice Claudia, “estaba enfrente del coche y vi las piedras con lumbre cayendo. Me tiré al suelo y tapé con mi cuerpo a mi nieto. Luego alguien trató de meterse también”. ¿Meterse dónde? “Debajo mío”. ¿Y usted qué hizo? “Le dije que no. Vi que era un hombre y le dije 'no, salte' y con el pie izquierdo le hice para atrás”. Escuchó a su hermana gritar. Le decía que se iba a morir, que corriera. Y corrió. Saltó la valla no sabe cómo y todos juntos corrieron hasta las vías del tren.

O todas. Porque Israel, de 36 años y Nico Peralta, de 11, no llegaron.

Ninguna de las dos acierta a calcular el tiempo que transcurrió hasta que llegaron a las vía del tren. ¿10 minutos? ¿15? ¿20? En todo caso fue entonces cuando se dieron cuenta de que Dulce tenía las nalgas quemadas. Buscaron a un médico. Buscaron también a Israel y a Nico Peralta. No encontraron nada.

Ya por la noche, cuando había militares, bomberos, helicópteros, ambulancias, policías estatales y federales por todas partes, las trasladaron al hospital. Israel y Nico Peralta seguían sin aparecer. Cuando curaron a Dulce, empezaron a buscar por las morgues. De madrugada les dijeron que había un niño que igual era Nico, que se parecía a la descripción que habían dado de él. Estaba muerto, en la morgue de Tlanepantla, a unos kilómetros de allí. Agarraron el carro y emprendieron la marcha. Llegaron de noche y aún no se han movido de ahí.

Claudia y Bernardina esperan frente a la morgue a que les den los cuerpos de Nico e Israel. Ambas han entrado y han identificado el cadáver del niño. “Ya vi a Nico: tiene una zanja de un lado a otro del pecho”, dice Claudia, con esa cara de entender lo que dice y no entenderlo. Como si lo que ha pasado le hubiera ocurrido a otra persona.

Claudia ha entrado a ver otro cuerpo por si era Israel, pero no se decide. “No se si es él, está muy dañado”, dice con algo de vergüenza. Angélica, su esposa, la hija de Bernardina, ha ido después. Es él.

El Gobierno del Estado de México ha reconocido ya a 17 de los 33 muertos. Ocho de los fallecidos son niños.

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Sobre la firma

Pablo Ferri
Reportero en la oficina de Ciudad de México desde 2015. Cubre el área de interior, con atención a temas de violencia, seguridad, derechos humanos y justicia. También escribe de arqueología, antropología e historia. Ferri es autor de Narcoamérica (Tusquets, 2015) y La Tropa (Aguilar, 2019).

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