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De mar a amar
Columna
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La enfermedad de América Latina

Hasta los años ochenta, el mal latinoamericano era el militarismo; hoy es la corrupción

Carlos Pagni

Tarde o temprano la onda expansiva del terremoto brasileño iba a llegar. Las confesiones de Marcelo Odebrecht, el líder de la mayor compañía de infraestructura del país, hacen temblar América Latina. No debería sorprender. Odebrecht, que es una empresa internacional, se convirtió en la cadena de transmisión del escándalo de Petrobras por toda la región.

El miércoles pasado, por un acuerdo con la justicia de los Estados Unidos y de Suiza, la firma reconoció haber pagado sobornos por 439 millones de dólares en Argentina, Colombia, República Dominicana, Ecuador, Guatemala, México, Panamá, Perú y Venezuela, además de Angola y Mozambique. Para algunos expertos, la cifra haría referencia sólo a los casos consignados en esos dos convenios judiciales. Cuando avancen las investigaciones, el monto podría ser aún más impactante.

La autoincriminación de Odebrecht cobija infinidad de consecuencias. Las más inmediatas tienen que ver con la política. La sospecha fundada de sobornos endurece la disputa doméstica en todos los países. Con una curiosidad: no aparece Cuba, a pesar de que en agosto de 2015 se detectaron irregularidades en la construcción del puerto de Mariel, realizada por Odebrecht.

En Colombia, por ejemplo, el secretario de Transparencia de Juan Manuel Santos se apresuró en aclarar que el tráfico de dinero negro ocurrió durante la gestión de Álvaro Uribe. El expresidente dijo que debían investigarse los contratos de Odebrecht durante su mandato, pero agregó que la verdadera irregularidad ocurrió cuando Santos se reunió con Marcelo Odebrecht, en 2015, en Panamá. Los voceros de Santos debieron aclarar que de ese encuentro fue durante una cumbre internacional, que participaron varios funcionarios; y que para ese entonces se ignoraba que los negocios colombianos de la empresa brasileña presentaran algo oscuro.

En la Argentina, Odebrecht confesó haber entregado 35 millones de dólares a colaboradores de Néstor y Cristina Kirchner. El blanco de todas las miradas es el exministro de Planificación, Julio De Vido. Los kirchneristas, por su parte, intentan arrastrar hacia la ciénaga a Mauricio Macri. En el principal contrato que tiene en el país, Odebrecht está asociado con Ángelo Calcaterra. Es el primo hermano de Macri, a quien Franco Macri, el padre del presidente, cedió Iecsa, su empresa de ingeniería.

En México, el destape de Odebrecht tiene otra derivación: los contratos más importantes se celebraron con Pemex. Esa petrolera, que ya era castigada, como todo su sector, por la caída en el precio de los hidrocarburos, ahora deberá superar el examen judicial sobre sus registros contables. Un pequeño caso Petrobras, importado de Brasil.

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En Panamá también se encendió una hoguera. De los 59 millones de dólares que Odebrecht dice haber repartido por debajo de la mesa, una parte habría ido para los hijos del ex presidente Ricardo Martinelli. Una oportunidad inestimable para el cuchillo judicial de Juan Carlos Varela, el sucesor de Martinelli y su principal adversario.

El país al que la constructora brasileña más dinero negro destinó fue Venezuela. La revolución bolivariana recibió, por lo menos, 98 millones de dólares. La plaza venezolana tiene, además, otro significado. En el excelente ensayo que publicó en octubre en la revista Piauí, la periodista Malu Gaspar describió el intrincado sistema oculto de Odebrecht. La empresa disponía de un departamento de Operaciones Estructuradas destinado a gerenciar la corrupción. Consistía en una cadena de cuentas off shore a través de las cuales el dinero iba perdiendo el rastro. La circulación, dice Gaspar, comenzaba en Caracas.

La historia de Odebrecht significa mucho más que el derrumbe de un coloso empresarial. La compañía había sido seleccionada para protagonizar un experimento geopolítico: la expansión del capitalismo brasileño a través de América Latina. Ese plan, que comenzó a concebirse en las postrimerías del Gobierno de Fernando Henrique Cardoso, cobró vuelo con los presidentes del PT: Luiz Inácio Lula da Silva, que en la contabilidad cifrada de Odebrecht figuraba como “amigo”, y Dilma Rousseff. La creación de la Unasur, respondió a esa ensoñación brasileña.

Las obscenas confesiones de Odebrecht son un papel de tornasol para que aflore otro problema: la falta de transparencia que enloda a la región, desde México hasta la Argentina. Esa desviación perversa de recursos, que corroe la confianza en la política, contrasta con los niveles de pobreza. Si hasta los años ochenta el mal latinoamericano era el militarismo, hoy la enfermedad a superar se llama corrupción.

Brasil está avergonzado. Herido en su clásica autoestima. Sin embargo, tiene un motivo paradójico para celebrar. Las irregularidades están saliendo a luz desde hace casi cuatro años gracias a un sistema judicial intachable. Como sus vecinos de toda la región, los brasileños padecen la corrupción de sus dirigentes. Pero, a diferencia de muchos de esos vecinos, no deben soportar la impunidad. Ahora se sabe que los jueces brasileños estuvieron prestando un servicio a los ciudadanos de toda América Latina.

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