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Así se venden y consumen drogas en el Reclusorio Norte de México

EL PAÍS obtiene imágenes del interior de una de las prisiones más grandes de la capital mexicana

Luis Pablo Beauregard

Eran minutos antes de las ocho de la mañana y el reflejo del sol creaba brillos en el lodazal de lo que alguna vez fue la cancha de fútbol del Reclusorio Norte. Aquella mañana de agosto de 2016, un puñado de reclusos trotaba alrededor del fango. Sobre las gradas, catorce bultos estaban cubiertos por mantas delgadas de diferentes colores. Eran prisioneros que durmieron a la intemperie, fuera de sus dormitorios, en una cárcel que tiene una sobrepoblación de más del 60%. Algunos mordisqueaban un pan dulce como desayuno. Otros, los más, prendían a esa hora el primer porro del día. Así el arranque de la jornada en una de las prisiones más grandes de la capital mexicana.

Una serie de vídeos obtenidos por EL PAÍS muestra la vigorosa economía de la ilegalidad que rige al Reclusorio Norte y a sus más de 8.700 internos, una tercera parte de toda la población carcelaria de la capital del país. Las imágenes tomadas a lo largo de varios días del verano pasado muestran a centenares de hombres que han hecho de la venta de drogas y de la extorsión telefónica su empleo y sustento con la ayuda de las autoridades de la prisión.

-“¿Qué tal está la motita, carnal?”, pregunta un hombre que se acerca a un puesto de marihuana en uno de los pasillos del reclusorio.

-“Está buena, padre”, responde el vendedor, que tiene a su lado a un joven que lucha por mantenerse sentado por lo drogado que está.

-“¿Está pacheca?”, insiste el interesado, que quiere saber si la droga lo va a colocar.

-“Sí, papá”.

-“¿De a cuánto el gramito?”

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-Cuatro y cinco.

Cuatro o cinco pesos —veinte centavos de dólar— por dosis de marihuana. El joven emprendedor ha decorado su puesto con los colores de la bandera rastafariana y con calcomanías de San Judas Tadeo, Jesús Malverde y, por supuesto, la Santa Muerte. Sobre la tabla que le sirve de mesa tiene una libreta donde apunta sus ganancias, las dosis y una calculadora. Con las manos, gira un molinillo para triturar la hierba.

En el Reclusorio Norte es tanta la competencia que para vender hay que destacarse. Las imágenes a las que obtuvo acceso EL PAÍS muestran más de una docena de micro comercios instalados en los pasillos que comunican los dormitorios de la prisión. Los puestos están decorados de formas diferentes. Promocionan sus productos sin pudor y a gritos: cocaína, piedra o crack y, sobre todo, marihuana.

En el Reclusorio Norte, una hora en Facebook es más caro que medio gramo de cocaína. Aquellos que pagan los 40 pesos (1.8 dólares) para utilizar la red social se permiten una fortuna en una microeconomía

Es sabido que todo tiene un precio dentro de la prisión. Lo más valioso es la ilusión de estar algunos minutos afuera de ese infierno. En el Reclusorio Norte, una hora en Facebook es más caro que medio gramo de cocaína. Aquellos que pagan los 40 pesos (1.8 dólares) para utilizar la red social se permiten una fortuna en una microeconomía donde casi todo bien y servicio está por debajo de los diez pesos.

-“¿Cuánto tienes que dar al custodio para que no te pegue?”, pregunta una voz detrás de la cámara.

-“Cinco pesos”, responde un hombre que deja ver la falta de dientes cuando abre la boca en una mueca de dolor. Se soba la cabeza con las manos. Acaba de salir de una de las casetas de los vigilantes y uno de los guardias lo golpeó con el mango del garrote por no pagar la cuota que se cobra por pasar la lista, entre dos y cinco pesos.

Las varias horas de imágenes filtradas muestran, en varios momentos, a los guardias que destacan vestidos de negros en un mar de uniformes beige recorriendo la prisión con largas páginas de las listas en las manos. Mientras caminan entre los puestos de drogas, reciben monedas de los prisioneros que van abultando los bolsillos de sus chalecos. Todo negocio tiene una tajada para las autoridades. Los custodios de cada turno cobran 100 pesos por permitir los puestos para recibir o hacer transferencias y depósitos a bancos del exterior.

Extorsión telefónica

Los mexicanos están acostumbrados a escuchar sobre la sordidez y violencia de las prisiones nacionales. Obras como El Apando, la novela de 1969 que José Revueltas escribió basándose en su experiencia carcelaria en Lecumberri, y el documental Presunto Culpable, que mostraba las entrañas del Reclusorio Oriente, ayudaron a formar la memoria colectiva de la reclusión. Pocos materiales audiovisuales, sin embargo, han mostrado de forma tan descarnada la vida cotidiana y marginal de una prisión mexicana. “Eso también era el mundo”, dijo Revueltas sobre su celda en la crujía M.

Los vídeos revelan los call centers que los prisioneros montan afuera de sus celdas para extorsionar. Son docenas de hombres sentados en bancos y sillas que observan móviles fijados en bases. Todos traen audífonos con micrófonos. De vez en cuando, uno de ellos acude a su operador vecino para pedirle que le recuerde la clave de marcación de alguna ciudad.

“Aquí no hay pedo (problema) por nada. Está todo amarrado”, dice un recluso que trata de convencer a otro de rentar un teléfono para sumarse al negocio. La renta del aparato es de 150 pesos diarios, menos de siete dólares. El criminal revela su ambición y cuenta sus planes de expansión y así montar un equipo formado por diez delincuentes. En 2016 hubo más de 4.800 víctimas de extorsión en todo el país, más de 13 por día. Las autoridades federales aseguran que la mayoría de las llamadas de extorsión se hacen desde el interior de algún centro de readaptación.

Tras las revelaciones, el Gobierno de la Ciudad de México asegura que los custodios que fueron grabados ya han declarado ante la Fiscalía capitalina y no podrán volver a ingresar al Reclusorio Norte. Un centenar de guardias recién capacitados los sustituirá a partir del 1 de febrero. Las autoridades también han prometido reubicar a otras prisiones a los prisioneros que hayan sido filmados extorsionando.

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Sobre la firma

Luis Pablo Beauregard
Es uno de los corresponsales de EL PAÍS en EE UU, donde cubre migración, cambio climático, cultura y política. Antes se desempeñó como redactor jefe del diario en la redacción de Ciudad de México, de donde es originario. Estudió Comunicación en la Universidad Iberoamericana y el Máster de Periodismo de EL PAÍS. Vive en Los Ángeles, California.

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