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Los tataranietos de Ulises

‘El Padrino’, ‘Rayuela’, el ‘Drácula’ de Bram Stocker. La literatura y el cine están llenos de personajes que emigran. Pero la ficción actual, además, huye de la xenofobia de otras épocas

Sergio del Molino
Fotograma de 'El Padrino', película de Francis Ford Coppola.
Fotograma de 'El Padrino', película de Francis Ford Coppola.

Los vampiros son anfitriones muy hospitalarios. Al abrir la puerta a sus invitados, Drácula dice: “Entren libremente”. El conde tenía buenos abogados para asesorarse, y con esa expresión se curaba en salud, pues sus víctimas no podrían alegar que habían sido raptadas. Ellas solitas se habían metido en el castillo. Sin embargo, cuando el propio Drácula emigró de polizón en la bodega de un carguero (quizá acuciado por las cuentas de un castillo y unas fincas rústicas en una Rumania atrasada que solo generaban pérdidas), los londinenses no aceptaron sus costumbres de morder cuellos ni su deambular noctívago. Le tenían miedo, al pobre conde, y no pararon hasta expulsarle del país. Londres era un lugar civilizado sin sitio para bárbaros del este de Europa. ¿Se puede leer la novela Drácula, de Bram Stocker (1897), como un relato de xenofobia y racismo en la Inglaterra victoriana? Basta con ponerle un filtro de psicoanálisis, como haría el filósofo Slavoj Zizek, y pensar de forma simbólica. Drácula se convierte así en el Otro, el que viene del extranjero para destruir todo lo bueno y santo.

Otro ejemplo digno de análisis: en los cuentos de H. P. Lovecraft, los trabajadores irlandeses e italianos que rompían la armonía en Nueva Inglaterra a comienzos del siglo XX se convertían en monstruos marinos.

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La literatura y el cine están llenos de personajes que se marchan de su país y luchan por vivir en otro, sin que estos sean necesariamente bestias sobrenaturales. Se podría tirar del hilo hasta la Odisea, si se acepta que Ulises fue el primer emigrante de ficción, sin olvidar que el Antiguo Testamento está lleno de refugiados sin refugio que cruzan mares y vagan por el desierto, y de mujeres que se convierten en sal al echar un vistazo a la ciudad que abandonan. Pero los relatos que pe­netran en la sensibilidad del siglo XXI, por suerte, no son xenófobos ni se centran en los miedos de la sociedad anfitriona, sino que adoptan el punto de vista del migrante. Con alguna excepción, como la película Caché (2005), donde Michael Haneke explora la culpa del racista, el resto narra cómo los foráneos superan las dificultades y el estigma de ser el Otro. Hay todo un subgénero en el cine europeo sobre los llamados inmigrantes de segunda generación, sobre todo en Francia y en Reino Unido, con éxitos de taquilla como Fatima (2015) o la ya casi clásica Quiero ser como ­Beckham (2002).

Quizá no ha habido una cultura más obsesionada con las migraciones que la de Estados Unidos, donde son mito fundacional y destino manifiesto, a pesar de los muros y de las amenazas de Donald Trump. Pocos planos condensan mejor esa obsesión por el éxodo que los créditos iniciales de la segunda parte de El Padrino (1974), donde un Vito Corleone niño, recién llegado a Ellis Island, contempla el perfil de Manhattan mientras suena la música de Nino Rota.

Más allá de otros clásicos, como Las uvas de la ira, de John Steinbeck (1939), o América, América, de Elia Kazan (1963), el tema sigue vigente y vivísimo. El escritor Vicente Luis Mora desmenuzó en un estudio algunos libros recientes sobre la frontera y la identidad en Estados Unidos, destacando títulos de autores latinoamericanos como Norte, de Edmundo Paz Soldán (2011); Missing, de Alberto Fuguet (2011), o Señales que precederán al fin del mundo, de Yuri Herrera (2009), pero dentro de Estados Unidos abundan los intentos por reconstruir la gran novela americana de la inmigración. Entre los de última hora sobresale Americanah (2013), de la muy mediática Chimamanda Ngozi Adiche, más conocida quizá por su charla TED sobre feminismo y sus intervenciones televisivas anti-Trump en la última campaña electoral.

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No ha habido una cultura más obsesionada con las migraciones que Estados Unidos, donde son mito fundacional y destino manifiesto

Ngozi Adiche, nigeriana nacida en 1977, es la gran esperanza negra de la narrativa en inglés. Con Americanah compuso una historia de ida y vuelta entre Nigeria y Estados Unidos protagonizada, como las buenas tragedias, por dos amantes, Obinze e Ifemelu. La aventura empieza en una peluquería para negros. Ifemelu, becaria en Princeton, decide volver a Lagos, y antes de viajar se arregla las trenzas de su espesa melena para borrar de su cabeza todo recuerdo neoyorquino. A través de 600 páginas, los protagonistas afrontan prejuicios y dilemas de clase, de aspiraciones sociales y de conflictos con la tradición, para acabar atrapados en una paradoja: sus identidades se anulan entre sí. Cuando quieren ser nigerianos, se convierten en elitistas que hablan un inglés demasiado formal, y cuando quieren ser cosmopolitas y celebrar su mundo de acogida, son expulsados hacia lo africano (no ya lo nigeriano, que es demasiado específico para la xenofobia ambiental) y hacia sus raíces familiares, en las que buscan un refugio imposible.

Esa intemperie del emigrante, suspendido entre varios mundos sin pertenecer a ninguno y azuzado por identidades que le son propias y extrañas a la vez, es la tensión que permite pasar del relato épico del viaje a la intimidad lírica del desarraigado. Por eso son tan atractivas estas narraciones, porque en ellas tiembla la pequeña historia sobre el telón de la grande, como en las mejores novelas clásicas.

Esa intemperie del emigrante, entre dos mundos sin pertenecer a ninguno, permite pasar de la épica a la lírica del desarraigado

En español, quizá han sido los argentinos los más prolíficos, combinando sus mitos fundacionales con los caminos de vuelta de los exilios y emigraciones recientes. Una de las grandes novelas escritas en castellano, Rayuela, de Julio Cortázar (1963), es la historia de unos inmigrantes latinoamericanos en París, trasuntos del autor y de sus amigos y amores. Y una de las rarezas más afortunadas sobre migraciones y desarraigos se escribió en Argentina, pero en polaco: Trans-Atlántico, de Witold Gombrowicz (1953).

En España son pocas aún las novelas sobre migrantes. Más allá de ejemplos aislados (entre otros), como Nunca pasa nada, de José Ovejero (2007), o La piel de la frontera, de Francesc Serés (2015), no ha aparecido una gran obra que, tal vez, solo puede ser escrita por alguien nacido fuera de España. Un título con vocación de friso total lo escribió un francés que ya casi parece español, a fuerza de vivir en Barcelona: Calle de los ladrones, de Mathias Enard (2013), la historia de un marroquí de Tánger que termina en el Raval, pasando por Algeciras.

Todos, sin embargo, se resumen en ese plano fijo de Vito Corleone sobre el fondo de Manhattan, como un Big Bang de todas las historias por escribir. O como el vampiro que está a punto de escurrirse en la ciudad.

Sergio del Molino es autor del ensayo ‘La España vacía’ (Turner).

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Sobre la firma

Sergio del Molino
Es autor de los ensayos La España vacía y Contra la España vacía. Ha ganado los premios Ojo Crítico y Tigre Juan por La hora violeta (2013) y el Espasa por Lugares fuera de sitio (2018). Entre sus novelas destacan Un tal González (2022), La piel (2020) o Lo que a nadie le importa (2014). Su último libro es Los alemanes (Premio Alfaguara 2024).

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