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Columna
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El papa Francisco y la carne

La Iglesia durante siglos se interesó más de los que respiraban salud y poder que por los frágiles del mundo. Francisco está quebrando en la Iglesia tabúes reaccionarios

¿Por qué el papa Francisco es diferente? ¿Por qué a veces gusta más a los agnósticos y hasta a los ateos que a muchos católicos conservadores? La respuesta aparece en la reciente entrevista concedida a este periódico. Quien, como este periodista, conoció a siete papas, puede notar la diferencia entre Francisco y la mayoría de los pontífices de la era moderna.

Aún los menos conservadores fueron papas espiritualistas, a quienes les daba miedo la carne, lo tangible, lo cercano. Eran los mesías del espíritu y de los buenos. Francisco, al revés, es un Papa al que no le escandaliza la corporeidad. Por eso es un Papa que besa y abraza, y además de verdad.

Su obsesión, como aparece en la entrevista, es mostrar que el cristianismo es cercanía. El Dios cristiano es el de la encarnación. “Cercanía es tocar, tocar en el prójimo la carne de Cristo”, le dijo a los periodistas de EL PAIS.

Para los nuevos fariseos del poder eclesiástico, Francisco no hace de Papa. Demasiado corporal y de la calle

Esa es la diferencia entre el burócrata y el pastor. El primero cuenta el número de ovejas, el segundo las cuida, les da de comer y de beber y se preocupa de ellas cuando se enferman.

Francisco citó en su entrevista a Mateo, 25, pasaje en el que se resume la fuerza del cristianismo: “Tuve hambre, estuve preso, estuve enfermo”. Todo el resto, según el Papa, puede ser pura beneficencia.

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Se explica así el que Francisco pida a los sacerdotes que acojan a los divorciados, a los gais, a las mujeres que han abortado. No hace filosofía ni teología. Le interesan más las personas con sus penas y pecados que las leyes frías del Derecho canónico.

Dice también en la entrevista que su único modelo es el de los evangelios. Y en ellos, Jesús no alejaba ni a las prostitutas ni a los leprosos, físicos o simbólicos. Era duro, sí, con la hipocresía.

Ya hay en el Vaticano quien susurra que espera que a su sucesor “le dejen volver a ser Papa”. Para los nuevos fariseos del poder eclesiástico, Francisco no hace de Papa. Demasiado corporal y de la calle.

Siendo arzobispo cardenal de Buenos Aires, una señora de bien le confesó con orgullo que ella, cada vez que se encontraba con un mendigo “le daba una limosna”. Francisco le preguntó: “¿Usted le arroja en el suelo las monedas o se las pone en sus manos y las toca?”

 A los obispos, aquí en Brasil, les recordó que ellos no debían ir por ahí de príncipes sino “con olor a oveja”.

La Iglesia durante siglos se interesó más de los que respiraban salud y poder que por los frágiles del mundo

Cuando Pío XII bajaba a la Basílica de San Pedro para encontrarse con los peregrinos que le besaban las manos, nada más volver a sus aposentos pedía corriendo alcohol para desinfectar sus manos.

¿Volver a los papas del pasado para quienes el tacto, la carne o lo concreto era solo pecado?

Mejor Francisco, que se confiesa pecador y quizás por ello se entienda mejor con los que tropiezan que con los puros. “No he venido para ayudar a los sanos sino a los enfermos. No he venido a llamar a los justos sino a los pecadores” (Mc.2,17)

La Iglesia durante siglos se interesó más de los que respiraban salud y poder que por los frágiles del mundo. Francisco está quebrando en la Iglesia tabúes reaccionarios que parecían petrificados para siempre.

Ningún Papa anterior se hubiese atrevido a decir, como él, que cuando se encuentra con alguien en su camino, no le pregunta si cree en Dios, sino si hace algo por los demás.

La suya es la religión del prójimo con quien compartir alegrías y lágrimas, victorias y también tropezones.

No es poco.

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