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Columna
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Muriendo como objeto

El sistema médico-hospitalario resulta violento: en vez de vivir el luto, tenemos que enfrentar el trauma

Eliane Brum

Somos seres que mueren, eso no podemos evitarlo. Somos seres que han perdido a aquellos que aman, y eso tampoco podemos evitarlo. Pero hay algo aterrador que persiste, y eso podemos evitarlo. Y, más que evitar, combatirlo. Es necesario que los muertos por causas no violentas cesen de morir violentamente dentro los hospitales.

Aquellos que amamos se convierten en víctimas de la violencia en el espacio donde debería existir el cuidado. Y nosotros, que los perdemos, también nos convertimos en víctimas. Cuando todo acaba, no somos solo personas en luto por algo doloroso, pero natural. El sistema médico-hospitalario nos violenta. No hay tan solo luto, sino trauma. Y es necesario que comience a responder por eso, o la rutina de violencias no cesará.

Escribo sobre el morir y sobre la necesidad de rechazar la "obstinación terapéutica" desde hace casi 10 años. En 2008 seguí el día a día de una enfermería de cuidados paliativos durante cuatro meses, para contar acerca de la muerte con dignidad, a partir de la idea de que, cuando no se puede curar, todavía se puede cuidar. Durante ese período, fui testigo del morir de varias personas, cada una a su manera, que vivieron hasta el fin su singularidad. La muerte como parte de la vida, no como su contrario.

Morir con dignidad es morir de la forma como se eligió morir cuando el fin se volvió inevitable. Es elegir hasta dónde los médicos pueden ir en su tentativa de prolongar una vida que ya no es vida, es elegir si se quiere morir en una cama de hospital o en casa, es elegir en compañía de quién se quiere estar a la hora de partir.

Como la mayoría de nosotros no sabemos qué va a causarnos la muerte, ni cuándo, existe un instrumento llamado "Directiva Anticipada de Voluntad (DAV)". Yo, en particular, prefiero otro nombre, "Testamento Vital", porque de lo que aquí se trata es de la vida. Pero, a pesar del nombre burocrático, hermético para la mayoría, este documento puede escribirse incluso a mano. En él, determinamos previamente nuestro deseo, así como los límites al equipo de salud que nos atenderá, en caso de que no estemos en condiciones de expresar nuestras elecciones cuando llegue el fin. Nuestros familiares podrán llevarle ese documento al equipo de salud y garantizar que se cumpla esa voluntad. O, en caso de que no se haya expresado ninguna voluntad, elegir a quién delegársela cuando ya no sea posible evitar la muerte. Porque ellos son los que nos conocen mejor. Y porque posiblemente nos aman.

Al entrar en un hospital para morir, ya dejamos de pertenecernos a nosotros mismos
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Cabe recordar que el fin de la vida todavía es vida, y no muerte. Para respetar la vida, hace falta respetar a aquel que vive. Solo hay respeto cuando se reconoce que allí hay un sujeto. En el momento en que el cuerpo se convierte en un objeto, lo que se presenta como cuidado se convierte en tortura.

Comprobé de la forma más dura que, a excepción de algunos pequeños enclaves de resistencia, morir con dignidad es una ficción en el sistema médico-hospitalario brasileño. En el momento en que se entra en un hospital y la muerte se dibuja como desenlace, aquellos a quienes amamos dejan de pertenecerse a sí mismos. Es una especie de secuestro, pero sin rescate posible.

A principios de 2016 perdí a un pariente querido. Una noche, justo después de un día especialmente feliz, se le rompió un aneurisma en la aorta. Tras una larga cirugía, las posibilidades de recuperación eran escasas. Después de más de una semana en la UCI, durante la cual no se despertó ni una sola vez, las complicaciones mostraban que no había ninguna oportunidad. Era necesario dejarlo partir. Pero aun así seguía intubado, continuaban pinchándolo con agujas y manipulándolo de varias maneras. Se había convertido en un objeto sobre el que intervenían. Cuando manifestábamos nuestra preocupación, la respuesta era: "No se preocupen, no siente nada".

Recibir la noticia de la pérdida de alguien tan estructural en la vida es devastador. Podemos hacer tan poco en ese momento. Y lo que podemos es cuidar. Para nosotros, no es un cuerpo sedado que allí está. Es una persona en la grandiosidad de sus últimos momentos de vida.

Así que pedí hablar con uno de los médicos. Él me atendió molesto por estar siendo llamado. Manifesté, de forma educada, nuestra preocupación por la continuidad de los procedimientos invasivos y nuestra necesidad de entender mejor lo que estaba sucediendo y cuáles serían los próximos pasos. Ya que no era posible desear que aquel que amábamos viviese, queríamos garantizar su dignidad en la muerte y despedirnos en paz.

Estábamos en el pasillo de la UCI, de pie. El médico no había aceptado hablar con la familia en una sala reservada, a pesar de que existía un espacio para eso. Subió la voz, casi gritando. Claramente, se sentía afrontado porque, como "doctor", cualquier pregunta sonaba como un desafío a una autoridad que creía incontestable. Me dijo que no había nada que cuestionar, que sabían lo que tenían que hacer, y que lo estaban haciendo.

Al oír la voz alterada del médico, el hijo del hombre que se estaba muriendo se puso a mi lado. Él, que perdía tanto, le dijo al médico con toda la calma que no era aceptable ser maleducado cuando ya sufríamos tanto. Y reiteró que necesitábamos entender mejor el momento y los próximos pasos para hacer las mejores elecciones. Después de algunos minutos más de aspereza, el médico se alejó sin darnos ninguna respuesta. Estábamos en uno de los templos del sistema hospitalario brasileño.

En aquel momento, además del dolor de la pérdida, ya se sumaba otro. Habíamos sido agredidos cuando estábamos tan frágiles. En vez de acogimiento, abuso. Nos dirigimos entonces a la recepción de la UCI para preguntar si había un sector de cuidados paliativos. Estábamos confusos, sin información. Nuestra esperanza era que alguien con un concepto más humanizado sobre el morir pudiese intervenir y consiguiese responder a nuestros cuestionamientos, así como garantizar los derechos de quien se estaba muriendo. El recepcionista de la UCI dijo que iría a informarse y, después de algunos minutos, apareció con un teléfono en un pedazo de papel. Era un domingo. Me pasé la mañana llamando y solo encontraba una grabación de un contestador automático. Pregunté si había otra manera de ponerse en contacto con el sector. El recepcionista me dio un número de móvil de emergencia del supuesto equipo. Otro contestador automático. Dejé un recado. Nunca recibimos una respuesta.

Desde la sala de espera de la UCI comencé a preguntarles cómo proceder a médicos de cuidados paliativos que conocía, intercambiando mensajes privados por las redes sociales. Ellos me escucharon y me guiaron por Twitter. Una médica amiga fue al hospital y entró en la UCI como visita para poder explicarnos qué estaba pasando y qué podría exigir para que fuese diferente. Queríamos evitar procedimientos invasivos e innecesarios y poder alcanzar la mejor despedida posible dentro de las circunstancias.

Es importante subrayar: fue necesario infiltrar a una médica para obtener información e intentar hacer elecciones que respetasen a aquel que se moría. En un momento tan límite de la vida de todos, fue necesaria una "clandestina" para poder proteger a quien partía. ¿Y qué era proteger y cuidar cuando ya no era posible salvar? Tratarlo como a una persona, un ser con historia, y no como un objeto, un envoltorio de carne "que nada sentía".

De repente, era un objeto de acceso controlado, protegido de nosotros, que lo amábamos

Poco antes de su muerte, supimos, por una enfermera, que hacía al menos una semana que ya estaba claro que ese sería el desenlace. Pero no nos dijeron nada de eso. Posiblemente no era necesario que muriese en una UCI, posiblemente no tenía sentido que permaneciese en una UCI. Posiblemente podríamos habernos despedido a nuestra manera. Seguro que podríamos haber elegido mucho más.

Pero, en el instante en que entró en el hospital, en una situación de emergencia, perdimos el acceso a quien amábamos. Teníamos tan solo el acceso restringido a su cuerpo "que nada sentía". De repente, él era un objeto bajo vigilancia, protegido de nosotros, que con él compartíamos la vida y la historia.

Seis meses más tarde, en agosto, perdí a mi padre. Nos habíamos puesto de acuerdo para ver juntos la inauguración de los Juegos Olímpicos. Como vivíamos en Estados diferentes, yo todavía estaba a camino cuando él se sintió mal. Lo llevaron al hospital en ambulancia. Y allí tuvo un derrame cerebral y entró en coma. Mi padre tenía 86 años y ya no le quedaba ninguna oportunidad.

Cuando llegué con parte de la familia al hospital, después del peor viaje de nuestras vidas, él estaba en la UCI. Solo se permitían visitas en tres horarios. Como solo conseguimos llegar de madrugada, convencí a la enfermera de que me dejase entrar. Al darme cuenta de que ella se quedaría a mi lado, le pedí que saliese, porque quería privacidad. Antes de salir, hizo un comentario: "¿Hacía mucho tiempo que no veías a tu padre?"

Sabía que mi padre se estaba muriendo de viejo. Si no nos mata un tiro, un accidente o una catástrofe, alguna enfermedad nos mata en nuestra progresiva corrosión física. En el caso de mi padre, podría haber sido el corazón, que tantos sobresaltos le provocó durante su vida. Pero fue un derrame cerebral. Por eso, a pesar del dolor sin medida que sentía, tenía claro que la muerte era inevitable. Cualquier intento de estirar su vida, a su edad y en aquellas circunstancias, sería excesivo. En la mejor de las hipótesis, tendría una vida sin vida, lo que a mi padre no le gustaría ni merecía. Pero estaba claro —y para todos nosotros— que todo lo que podíamos hacer en aquel momento era asegurarle una muerte digna y garantizar nuestra despedida.

¿Cómo quedarse en una sala de espera mientras la persona a quien amamos muere sola, intubada y llena de cables?

A diferencia de los principales hospitales del país, la UCI del centro de salud en el que habían hospitalizado a mi padre no permitía la permanencia de familiares junto a la persona enferma o en proceso de muerte. Según el Estatuto del Anciano, él tendría derecho a un acompañante permanente. Pero allí la UCI suspendía la ley. Se exigía esperar hasta los horarios de visita. ¿Pero cómo quedarse en una sala de espera, mientras la persona a quien amamos muere sola, intubada y llena de cables, a pocos metros de allí? ¿Y por qué?

Queríamos estar con él. Queríamos acariciarle su cabello enrollado y tan blanco. Queríamos darle besos en la frente y también en las mejillas. Queríamos hacerle caricias en la mano. Queríamos asegurarnos de que no estaba pasando frío. Queríamos contar historias sobre él. Queríamos decirle que lo amábamos y que seguiría viviendo en nosotros.

"No está sintiendo nada", escuché una vez más. Aunque él no sintiese, nosotros sentíamos.

Cuando horas después el médico declaró la "muerte cerebral", sabíamos que él había partido. Pero el horario de visitas no había llegado. La despedida ya no le importaba a mi padre, pero nos importaba a nosotros. Él ya no estaba allí, aunque su corazón siguiese latiendo. Pero nosotros necesitábamos esa despedida para poder continuar la vida sin él. Lo que nos robaron, al impedir que nos quedásemos junto a quien amábamos, al reducir a mi padre a un cuerpo sujeto a visitas en horarios determinados, jamás podrá ser devuelto.

Mi madre quería estar con el hombre con quien había vivido 63 años de un matrimonio de amor, pero el horario de visitas no había llegado. La noche anterior ella había dormido acurrucada con él, unas horas antes habían hablado sobre lo que comprarían en la feria, y ahora le impedían tocarle. Me era difícil soportar la indignidad de aquella situación, pero ver a mi madre pasar por esa violencia me resultaba insoportable. Nunca podrían haberle impedido quedarse al lado de mi padre, dándole la mano. No hay necesidad de mantener a una persona en una condición irreversible en una UCI. Y no tiene ningún sentido mantener a alguien en la UCI lejos de sus familiares.

En aquel momento, mi padre ya estaba muerto, y yo lo sabía. Una muerte encefálica es una muerte. Y punto. Pero mi madre todavía seguía esperando el horario de visitas. Toqué el timbre para hablar con la enfermera. Le dije que mi padre se estaba muriendo y que necesitábamos despedirnos. Que no podíamos esperar el horario de visitas y que tampoco podía ser uno a uno, que necesitábamos estar con él juntos.

Ella se negó, diciendo que eso iba contra las reglas, o contra el estatuto del hospital, no me acuerdo del término exacto. Le contesté que nuestro derecho a estar con mi padre en su morir estaba por encima de las reglas del hospital. La enfermera llamó al médico de guardia. Nos habíamos convertido en la familia creadora de problemas. Incluso habíamos escuchado una perla más: "Las familias siempre tienen dificultades para aceptar las muertes repentinas". Era lo que para aquella profesional justificaba nuestra impertinencia de exigir derechos. El médico llegó. Le dije lo mismo que le había dicho a la enfermera. Él aceptó los argumentos y nos permitió la entrada.

Una mano aséptica descubría el cuerpo, una mano trémula volvía a cubrirlo

Nos reunimos todos alrededor de mi padre. Ya estaba muerto, pero fingimos que el corazón que latía era vida. Y nos despedimos. La enfermera que antes había impedido nuestro derecho a despedirnos tal vez no soportó la prohibición. Con la justificación de medirle las constantes vitales, le arrancaba la sábana y exponía su cuerpo. Mi madre, de 81 años, volvía a tirar de la sábana para cubrir al hombre que amaba, al hombre con quien había formado una familia, al hombre con el que había compartido su vida. La enfermera volvía a quitar la sábana. Mi madre volvía a ponerla. Dos gestos en disputa, el impase de una época. La mano aséptica, pragmática, que arrancaba la sábana (y la humanidad) transformaba a mi padre en un objeto. La mano trémula, desgastada por los años, al volver a cubrirlo con la sábana, le devolvía la humanidad y la historia.

El derecho a quedarse con la persona querida, así como el derecho a despedirse, se le siguió negando a las otras familias que estaban en la sala de espera. Una parte de ellas, en vez de unirse a nosotros en un movimiento que sería más potente por ser colectivo, nos acusaron de "privilegio". Era desesperante escuchar que un derecho se convirtiese en un privilegio precisamente por quien era violentado en un momento tan límite. Pero no había tiempo para argumentar. Se hacía necesario cuidar del cuerpo de mi padre.

Por más que nos preparemos para perder, y yo me preparo desde hace muchos años, la muerte es un agujero. No pasa ni un día sin que eche en falta la mirada de mi padre. Sé que vive en mí, lo reconozco en la forma como escucho el mundo, en la forma de mis dedos de los pies. Mi sonrisa es la suya. En mi carne hay palabras que fue él quien me dijo, sus historias corren en mi río.

El estrés pretraumático es la angustia producida por la certeza de morir como objeto

Pero hay un agujero donde antes estaba su mirada. Me doy cuenta de que envejecer y perder es también aprender a andar por ahí con el cuerpo agujereado por las miradas que ya no tenemos. Pasamos a ser cargadores de ausencias. Y hay que abrirse espacio-tiempo para vivir el luto, porque solo así descubrimos cómo reencontrar la alegría, incluso con el cuerpo agujereado. Y la alegría, la forma más bonita de amor, es casi todo.

Mi luto es hondo, pero sereno. La violencia vivida, no. Ella me escava. Con ella me debato hoy. Cerca de mí, aquel que perdió a su padre a principios de 2016 nombró lo que ambos vivimos como "estrés pretraumático". Pasamos a entrar en pánico con lo que le sucede a una persona cuando entra en un hospital y, de inmediato, es convertida en un objeto. Y en un objeto secuestrado. Descubrimos que nada de lo que ya hemos dejado escrito servirá para detener la omnipotencia médica si nuestro proceso de morir ocurre dentro de una institución hospitalaria. Que nuestro cuerpo será manejado y remanejado por extraños, pinchado y penetrado por objetos, incluso cuando estemos más allá de la posibilidad de curación. Que solo tendremos información por la mitad y que extraños escogerán por nosotros.

Descubrimos que todo eso que somos en una vida nos será robado al final. No por la muerte, sino por un sistema médico-hospitalario que reduce a las personas a objetos. En una parodia del infierno de Dante, la inscripción en el portal de los hospitales podría ser: "Dejad los que aquí entráis, toda la historia". Ni siquiera hemos muerto todavía y ya somos reducidos a un no ser.

Me preparé mucho para cuidar a quienes amaba cuando muriesen. Y yo no pude. No conseguí protegerlos. No fui capaz de hacer valer ni mis derechos ni los suyos. Aceptar que morimos y que perdemos es duro, pero es necesario. Es nuestra condición de existir. Pero la impotencia frente a la violencia y la violación de los derechos es una indignidad que no podemos seguir permitiendo que se produzca.

Es eso lo que aquel que perdió el padre primero describe como estrés pretraumático. Le prometimos el uno al otro impedir la reducción a objeto, pero sabemos quefracasaremos. Porque fracasamos en proteger a su padre y al mío de quien debería cuidar de él. En caso de que nuestra muerte no sea súbita, no conseguiremos volver a casa para morir entre los libros, con nuestra música, en el espacio que nos recuerda, entre aquellos que conocen nuestra historia. El último acto de la vida será el de convertirse en cosa en un hospital. Y, así, el estrés pretraumático sería la expectativa de esa objetificación, como los prisioneros que oyen los gritos en los sótanos y saben que les llegará su vez. La anticipación de la tortura ya es una tortura.

La imagen de nuestro trauma es descrita por el historiador Philippe Aries en su libro El hombre ante la muerte: "La muerte en el hospital, erizado de tubos, está a punto de convertirse hoy en una imagen popular más terrorífica que el traspasado o el esqueleto de las retóricas macabras". Pensamos que podríamos escapar de eso y cuidar de la muerte como parte de la vida, pero la lógica del sistema nos aplastó. Me acuerdo de una mujer a la que entrevisté para uno de mis reportajes sobre el morir. Al darse cuenta de lo que harían con su marido, más allá de la posibilidad de cura, ella y un hijo huyeron con él del hospital en una escena cinematográfica. Ella consiguió encontrar un lugar donde él pudo morir en paz, pero tener que huir para hacer eso revela el tamaño de la distorsión.

El uso de la palabra "doctor" es un eco de nuestras peores distorsiones históricas

Naturalizamos esta lógica perversa en la que se muere no como persona, sino como objeto. La asepsia del proceso, las batas blancas, el lenguaje que convierte a la mayoría en analfabetos, la información no se comparte, el poder de la medicina sobre los cuerpos en nuestra época histórica encubren la perversión de un sistema en el que justo al final se suspenden nuestros derechos. Si no hay historia, no hay sujeto. Si no hay sujeto, no hay derechos.

Yo no uso la palabra "doctor" para nadie. Ni para médicos, ni para abogados, comisarios, fiscales, jueces, etc. El uso de "doctor" en Brasil hace eco de nuestras peores distorsiones históricas. Y, siempre que se evoca, las reedita. Por eso, decido no utilizarla como un acto político. Pero, en algún momento de estos procesos, me vi llamándoles "doctor" a médicos que violaban derechos. Me di cuenta de que quería agradarlos por dos razones: 1) La expectativa de que me tratasen con amabilidad, porque me sentía inmensamente frágil; 2) El temor de saber que tenían todo el poder sobre alguien a quien amaba.

Al hacer eso, asumía la posición de víctima. Y esta posición, como es obvio para cualquiera, tiene un coste elevado. Como la violencia aparece travestida de cuidado, lo que tal vez sea la mayor perversión del sistema, resulta aún más difícil tratar la violencia como violencia.

Me doy cuenta con claridad de que la mayoría de los profesionales de la salud no entienden que, a partir de un determinado momento, lo que se presenta como cuidado se convierte en una tortura. Así como lo que se presenta como celo se convierte en exceso. Así como no se dan cuenta de que los cuerpos no les pertenecen apenas porque ingresaron en la institución. Y que, al tomarlos, se convierte en secuestro. Somos todos —y los profesionales de la salud, también— hijos de esta época histórica. Por eso, cuando se ven cuestionados, los profesionales de la salud se ofenden y se sienten incluso tratados injustamente. Después de todo, se acostumbraron a vivir en un lugar idealizado y de enorme potencia, el lugar de quienes salvan.

Este estado de cosas, el funcionamiento de la institución médico-hospitalaria como un espacio de absolutos es naturalizada. Después de todo, la medicina tiene hoy el poder de decidir incluso quién es normal y quién no lo es, o qué es la normalidad. O, también, que la normalidad existe. Lo que somos ya no es algo complejo, lleno de capas, sino un diagnóstico: depresivo, cardíaco, anoréxico, obeso, etc. Cuando este poder de decir lo que es una vida humana se une a los intereses de la industria farmacéutica, las oportunidades de una mirada en la que la persona no sea reducida a un objeto encogen.

Es necesario encontrar una manera de dar varios pasos hacia afuera y recuperar la capacidad de espanto. Y, así, ser capaces de ver lo que sucede en el espacio del hospital sin los velos que encubren la naturalización. Tomando el más común de los procedimientos, por ejemplo. Una simple inyección. Si no hay una justificación, no es un cuidado. Es una tortura. Exactamente porque no siempre es fácil identificar cuándo el cuidado se transforma en tortura, cuestionar se vuelve fundamental. Y la elección, al final, solo puede ser de quien muere o de quien ama a aquel que muere cuando este ya no puede elegir. Lo que para el profesional sanitario es digno, para aquel que muere puede no serlo. ¿Quién decide?

Si queremos morir como sujetos, tenemos que cambiar la formación de los médicos en las universidades y ponerle límites a la falta de límites

Renunciar al poder absoluto sobre los cuerpos, sin embargo, es algo difícil para una gran parte de los médicos. Difícil por varias razones y, principalmente, porque significa aceptar la propia condición de impotencia ante la muerte. Por eso, cualquier pregunta que cuestione ese poder, aunque parta de una persona fragilizada por la pérdida de alguien, se convierte en una herida narcisista. En este momento histórico, si queremos morir como sujetos, tendremos que cambiar la formación de los médicos en las universidades. Y ponerle límites a la falta de límites.

Me llevó meses entender que afrontaba dos situaciones completamente diferentes. Una natural, la de la pérdida. La otra naturalizada, la de la violencia perpetrada por el sistema médico-hospitalario. Una es lidiar con la condición humana de morir. Con esta, podemos. La otra es lidiar con la certeza de morir como un objeto. Con esta, no podemos. Una es lidiar con el dolor de la pérdida de aquellos a quienes amamos. Con esta, podemos. Otra es lidiar con la violencia de no poder asegurarle el derecho a una muerte digna a la persona que amamos. Con esta, no podemos. Una es luto, la otra es trauma. El luto se vive, el trauma necesita convertirse en otra cosa para que la vida pueda seguir. En mi caso, se convierte en escritura. El luto. Y la lucha.

En Brasil, donde el sistema público de salud está siendo atacado por las fuerzas del retroceso, donde enfermedades como el dengue y el zika proliferan por la falta de saneamiento básico, donde la fiebre amarilla resurge en el sureste, donde las personas mueren por falta de atención, el debate sobre el derecho a morir con dignidad encuentra poco espacio. Pero de lo que se trata es de la vida. Si no sabemos morir, jamás sabremos vivir.

* Eliane Brum es escritora, periodista y documentalista. Autora de los libros de no ficción Coluna Prestes - o avesso da lenda, A vida que ninguém vê, O olho da rua, A menina quebrada, Meus desacontecimentos, y de la novela Uma duas. Sitio web: desacontecimentos.com Email: elianebrum.coluna@gmail.comTwitter: brumelianebrum

Traducción de Óscar Curros

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