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Tribuna
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Recuerdos de un amor de infancia

El acto más genuino de la infancia es el momento en que un niño se atreve a mandar un pedazo de papel a la niña que le gusta

Hace unos días escuchaba a Fernando Delgadillo cantar sobre su amor de infancia y pensaba en mis propios sueños de niño. Hace no mucho pensaba en Natalia, la niña que conocí a los ocho años y que se sentaba unas filas delante de mí en la escuela. Veo claro como un niño, que hoy no podría reconocer pero que de alguna forma intuitiva entiendo que era yo, sacaba un lápiz para mandarle una pequeña nota pidiéndole ser su novio. Lo recuerdo como el acto más genuino de la infancia; el momento en que un niño se atreve a mandar un pedazo de papel a la niña que le gusta.

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Durante esos años a mí Natalia me gustó más que cualquier otra y de alguna forma esa constancia me ató a ella de una forma especial. Así como supongo que algún amigo mío siempre tendrá a Daniela, y otro a su Elisa, para mí esos años me remontan a ella. Me acuerdo la emoción cuando mi mamá cabildeó una ida a Cuemanco con su familia. Y aunque por alguna razón no veo a Natalia en mi memoria de esa tarde en que jugábamos entre los canales de la otrora ciudad azteca, asumo la sensación de que ella estuvo ahí de la misma forma en que me es imposible olvidar el nerviosismo con el que bailé con ella en mi primera tardeada o le dediqué algún gol en las canchas de la escuela, pensando absurdamente que ella me observaba desde las gradas.

Recuerdo sobre todo las fiestas en casa de su abuela, una casa enorme cuyo atributo más notable era la presencia permanente de un coche Sentra estacionado en la cochera. Me acuerdo de que el agua de la alberca era fría pero había que meterse para que ella no fuera a pensar que era un miedoso. Fue ahí donde le regalé unas acuarelas de cumpleaños y alguna amiga suya comentó que eran un pésimo regalo. Pero Natalia conocía bien el arte de mantenerme en su órbita, ella fue amable y regañó a su amiga. ¿Habrá pintado algo con las acuarelas? ¿Me pertenece en parte a mí esa obra?

En todo caso después de primaria no volví más a casa de su abuela pero durante muchos años pasé por ahí y la presencia eterna del Sentra me brindaba una cierta tranquilidad; como si su obstinada permanencia me brindara un resquicio de entrada constante a mi infancia; como si no importara cuánto creciera y cuanto hubiera olvidado a Natalia, algo del niño que se había enamorado de ella persistiera alegremente en mí.

Tengo un último recuerdo real de esa Natalia de mi infancia; fue hace 17 años en Oaxaca y era la última noche de nuestro viaje de graduación. A la luz de una fogata ella se acercó a mí y me hizo alguna mueca que me dio entender que habíamos de alejarnos de los otros. Me acuerdo bien de mis palabras esa noche: "Hace unos años empecé con una pregunta y ahora acabó con la misma, aunque ya sepa la respuesta: ¿quieres ser mi novia?" Creo que los dos llorábamos un poco, habíamos entendido que este era el fin de nuestra complicidad. Recuerdo que ella me dio un beso en el cachete y me abrazó muy fuerte. "Te quiero", eso me dijo, y así cierran mis recuerdos.

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Natalia y yo nunca fuimos novios, pero durante cinco años yo fui su Emilio y ella fue mi Natalia; cada uno interpreta al personaje a su manera pero las historias de la infancia se quedan allí, únicas, inmóviles, distintas y sobre todo distantes: estrellas de un cielo nublado que en ocasiones abre para iluminar la noche.

Desde ese "te quiero" han pasado muchos años y muy pocas conversaciones con ella, pero por alguna extraña obstinación de mi infancia, siempre me acuerdo de la fecha de su cumpleaños. Ese calendario interno no lo ha podido borrar el tiempo, es mi equivalente al Sentra que permaneció siempre afuera de casa de su abuela. No importa cuántos años pasen hay un coche estacionado en mi inconsciente que me recuerda que alguna vez fui niño y me gustaba Natalia.

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