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Tribuna
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Pero este no es un mundo serio (Salón Elíptico, Capitolio)

En Colombia hay 45 millones de católicos bautizados, pero muy poca compasión

Ricardo Silva Romero

Qué tienen en común los victimarios con las víctimas, acá en Colombia, aparte de una interminable e imborrable escena de horror: quizás la fe. Resulta “colombiano”, a falta de un adjetivo más preciso, que este año la ya habitual “Semana de las víctimas del conflicto armado” haya sido también la Semana Santa. Según el Registro Único de Víctimas, en este país, el séptimo más católico del mundo, el conflicto ha afectado a 8.376.463 personas: 7.134.646 fueron desplazadas, 983.033 fueron asesinadas, 165.927 fueron desaparecidas, 34.814 fueron secuestradas, 10.237 fueron torturadas. Son demasiados líderes lavándose las manos, demasiados viacrucis sin testigos, demasiadas crucifixiones sin resurrecciones para una misma nación. Y esta semana que acabó ha probado lo lejos que estamos de pasar la página.

El encapotado Domingo de Ramos, “Día de las víctimas, la memoria y el perdón” en conmemoración del apocalíptico 9 de abril de 1948 –cuando el asesinato del líder liberal Jorge Eliécer Gaitán desató la guerra civil del bipartidismo–, se llevó a cabo una sesión especial en el Salón Elíptico del Congreso de la República para reivindicar a quienes han sufrido la guerra colombiana en carne propia, pero todo salió mal, todo salió al revés: Gloria Gaitán, la hija del caudillo asesinado hace 69 años, dio inicio a los testimonios de las víctimas denunciando al expresidente Uribe por haberle hecho imposible la supervivencia al museo en memoria de su padre, y el expresidente, hoy senador, se salió desencajado del recinto cuando se le dijo que sólo podría hacer uso del derecho de réplica cuando terminaran de hablar todos los afectados por el conflicto.

De esa escena vergonzosa se habló el lunes, el martes, el miércoles, el jueves santos. El controversial y controvertido senador Uribe, uno de los poquísimos congresistas que asistieron a la sesión, salió del Capitolio a gritar –a los micrófonos que se encontró en el camino a la Plaza de Bolívar– que mientras era censurado allá adentro pensaba una vez más que así había empezado Venezuela. Y como era abucheado en la plaza por las víctimas, que le endosan a su política de seguridad buena parte de la culpa de la guerra que siguió a la guerra bipartidista, “¡asesino!, ¡asesino!”, una de sus congresistas aliadas –una representante de apellido Cabal– salió con él a gritarles a los damnificados que más bien le dieran las gracias al expresidente “por todo lo que hizo por este país”. Y, antes de volver al Congreso, agregó: “¡estudien, vagos!”.

Juro por el Dios católico que fue así. Uribe, el senador pío de la oposición que al menos asistió a la sesión especial en el Congreso, prefirió salir a despotricar del país a esperar a que terminaran de hablar los colombianos más perjudicados por el conflicto. Y una representante terminó gritándoles “vagos” a las víctimas de la guerra.

El viernes de crucifixión se echó a andar y se infló la noticia de que, luego de su semanita de bombardeos, el presidente Donald Trump recibió en su casa de la Florida a los dos peores enemigos del acuerdo de paz con las Farc: el expresidente Uribe y el expresidente Pastrana. Escribió el segundo en su cuenta de Twitter: “gracias a @realDonaldTrump por la cordial y muy franca conversación sobre problemas y perspectivas de Colombia y la región”. Y sí, en un mundo serio, que supiera de Siria, de Afganistán, de Colombia, ese encuentro sería otro guiño a favor de encender las guerras de afuera para apagar las guerras de adentro. Pero este no es un mundo serio. En Colombia, que es el ejemplo de esta columna, hay 45 millones de católicos bautizados, pero muy poca compasión, muy pocos líderes con el estómago para escuchar a las víctimas y muy poca resurrección.

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