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PENSÁNDOLO BIEN...
Columna
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El desplome

México no está aún en una situación de Estado fallido, por más que algunas regiones se aproximan a ello, pero en muchos sentidos hemos dejado de creer en el Estado

Jorge Zepeda Patterson

Logramos superar al presidencialismo, pero no sustituirlo por un orden democrático. Las cosas nunca han estado del todo pegadas en México, pero es evidente que algo importante se rompió en los últimos años y no parece tener compostura. El Estado ha sido desbordado una y otra vez desde adentro y desde afuera; igual por bandas que desafían abiertamente a la autoridad que por gobernadores que convierten el erario en botín personal, o que por un mandatario dispuesto a boicotear los comicios en el Estado de México con una violación masiva de las normas electorales, con tal de mantener el control en este que es su reducto.

No estamos aún en una situación de Estado fallido, por más que algunas regiones se aproximan a ello, pero en muchos sentidos hemos dejado de creer en el Estado. Obreros y trabajadoras domésticas dan por sentado que serán robados en el transporte público; los millonarios se atrincheran en cotos privados y se apertrechan detrás de su propia policía; la clase media deja de transitar los caminos, calles y antros tomados por el hampa y se encomienda a los dioses para no formar parte de las cifras rojas que crecen día a día.

La confianza en la autoridad, que nunca fue mucha, se ha esfumado casi por completo. Cada semana penetramos un poco más en la dimensión del horror con algún nuevo caso que antes habríamos considerado inaudito. La familia violada y el bebé acribillado en la autopista México-Puebla, una de las más concurridas en el país; el periodista que daba por sentado que sería asesinado porque se negaba a dejar de hacer su trabajo; el camión repleto de gendarmes asaltado por tres delincuentes. Por no hablar de fosas clandestinas y estudiantes desaparecidos.

Paradójicamente fueron los políticos los primeros que dejaron de creer en el Estado y comenzaron a verlo exclusivamente como un botín gremial. No es que antes no hubieran robado, siempre lo han hecho, pero existía la noción de que había algo por encima de ellos, de que ejercían un poder concedido desde arriba y formaban parte de una institución con densidad histórica, de una entidad que de alguna manera los trascendía. Llámese presidencialismo si se quiere, pero el hecho es que los funcionarios y políticos tenían un sentido de pertinencia vagamente vinculado con el Estado. Y con ello no invoco un regreso al pasado; logramos superar al presidencialismo pero no fuimos capaces de sustituirlo por un orden democrático; en consecuencia padecemos los excesos de la ley del más fuerte, trátese de un cartel o un político corrupto e impune.

Hoy parecería que la clase política, independientemente del partido del que se trate, no obedece a otra cosa que a sus propias prisas por aprovechar la oportunidad de enriquecerse y mantenerse en el poder a toda costa. La impunidad campea desde la punta hasta el último de los burócratas; las pequeñas purgas que el sistema ofrece (gobernadores detenidos, funcionarios inhabilitados) parecen obedecer más a cambios de fortuna política dentro del grupo que a una estrategia creíble de combate a la corrupción creciente.

El ejercicio del Gobierno afronta una especie de secularización política por parte de sus miembros. Ninguna idea de partido, de convicción, de perspectiva histórica o de plataforma ideológica. El aprovechamiento personal, puro y llano. No, el Estado no se ha desplomado, aún, pero hemos dejado de creer en él. Peor aún, han dejado de creer en él aquellos que lo controlan.

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