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Cartas de Cuévano
Columna
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Cincuenta años de soledad

La historia sobre la publicación de la obra maestra de Gabriel García Márquez

Consta en el colofón a su primera edición que Cien años de soledad “se terminó de imprimir el día treinta de mayo del año mil novecientos sesenta y siete en los talleres gráficos de la Compañía Impresora Argentina, S.A., calle Alsina No. 2049—Buenos Aires” y consta que, al enviar el original por correo desde México, al autor –Gabriel García Márquez—y su esposa –Mercedes Barcha—sólo les alcanzó para enviar la mitad del mamotreto por el costo de su peso y que, por afortunado error, resultó que enviaron a Francisco Porrúa, editor de Sudamericana, la segunda mitad que deslumbró en su lectura, pero que suscitó la urgencia por saber cómo empezaba la maravillosa historia de la familia Buendía.

Consta también que para poder encerrarse tras un velo de sábanas blancas que él mismo bautizó como “La cueva de la Mafia” (prohibiendo la entrada incluso a sus hijos, Rodrigo y Gonzalo), Gabriel García Márquez vivió más de un año por la reciente venta de los derechos de traducción de sus primeros libros y con la ayuda de sus amigos cercanos, particularmente Jomí García Ascot y María Luisa Elío, a quien el autor colombiano dedicó todas las ediciones de la novela hoy cincuentenaria, menos una: la edición en francés, que dedicó a Álvaro Mutis, arcángel poeta que lo visitaba en los tiempos de perro azul de la Rue Cuyás, cuando el hijo del telegrafista de Aracataca usaba el pretil de la ventana como nevera para mantener viva la leche y los quesos.

Consta que en las primeras dos semanas posteriores a la salida de la imprenta, Cien años de soledad había vendido más de cinco mil crecientes ejemplares de aquella improvisada primera portada donde se observa un viejo galeón español enmarañado entre las ramas de una selva tupida y que, una vez que llegó a Argentina la portada geométrica diseñada por Vicente Rojo en México, donde toda una generación de lectores habría de tatuarse la letra E mayúscula invertida, la obra siguió batiendo todas las marcas de la venta producto del boca en boca, de lector a lector y consta que las fotografías de Mercedes y Gabriel, cuando viajaron a Buenos Aires para presentar la novela, los muestra como siempre fueron: sonrientes y felices, enamorados y sabedores que la prosa perfecta navega como el mejor remedio para el paso de los tiempos y los oleajes de los amores contrariados, un bálsamo feliz –homeopático, como la medicina que recetaba el padre del autor en los pueblos cercanos a la costa colombiana—que hizo de aquel viaje el único que harían a la Argentina. Consta que no volvieron a Buenos Aires luego de esos días felices en que incluso se ovacionó al autor al descubrirlo en un palco durante la presentación de una obra de teatro.

Lo que no consta son las precisas fechas de no pocos sábados en los que el autor informaba a sus amigos más cercanos el decurso de la historia que escribía entre los finales del año 1965 y el transcurso de 1966, habiendo pactado con Álvaro Mutis, Jomí García Ascot, Carlos Fuentes, sus mujeres y otros ocasionales testigos el informe verbal, semanal y sabatino, de la obra que lo mantenía descalzo al timón de la máquina de escribir, tras el telón de las sábanas en la sala y tampoco consta el prodigioso rato en que Gabriel García Márquez narró casi íntegra la novela a María Luisa Elío, durante una larga sobremesa que se prolongó por lo visto más de medio siglo, motivando que ella vaticinara “Gabito, si escribes eso… el mundo jamás volverá a ser el mismo”.

No consta la tarde anónima en que Rodrigo preguntó a su padre si esas cuartillas que se iban acumulando ya escritas a máquina, al lado de la máquina de escribir, se convertirían en dinero y no consta el día en que su padre acordó con el gerente del banco para que éste llevara en una maleta los no pocos billetes del adelanto enviado desde Buenos Aires y que fueron sus propios hijos quienes le abrieron la puerta al hombre que en ese momento simbolizaba el cambio total del mundo… hasta el impacto diáfano y feliz en que su padre recibió de manos del rey de Suecia el máximo reconocimiento que se le otorga a un escritor de cualquier lengua, tal como las miles de veces en que fue abordado por cientos de miles de lectores que pedían que les firmara su personal ejemplar de la novela ya inmortal, contra viento y marea… o incluso, a pesar de la necia lluvia de agua pesada y mariposas amarillas que lloraron la tarde triste en la que el mundo entero hizo fila a las puertas del Palacio de las Bellas Artes de la Ciudad de México para despedir y celebrar dolorosamente el primer día de la merecida eternidad de Gabriel García Márquez.

Por lo tanto, tampoco constan los milimétricos grados en que cambió el movimiento de rotación de la Tierra en el instante en que Gabo –al volante de su auto, rumbo a las playas de Acapulco con Mercedes y sus hijos—dijo en voz alta la primera frase con la que abre el primer párrafo de Cien años de soledad, novela que llevaba años cocinándose en su cabeza con el título de La casa. Tampoco consta la tarde anónima en que Mercedes –habiendo recogido una copia recién mecanografiada en limpio en las ágiles yemas de los dedos de Pera—abrió ligeramente la mano derecha en una esquina de la Avenida Toluca, allá por San Ángel en la Ciudad de México, y volaron como mariposas blancas cientos de páginas que fueron recogidas con el auxilio de un hombre, de cuyo nombre no consta recuerdo.

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Tampoco consta cuántas estrellas se fueron iluminando en el firmamento cada vez que nacía un nuevo lector de la historia que habría de imprimir en la memoria e imaginación de todo lector la comunión instantánea y biográfica con varias generaciones de una familia de entrañables personajes que no merecían una segunda oportunidad sobre la faz de la Tierra hasta que se concedió el valioso sortilegio de que quien lea sus páginas asume orgullosamente el salvoconducto de desentrañar la clave de su íntima soledad: allí donde se demuestra que, en realidad, jamás estamos solos del todo… estando no más que solos en el silencio de nuestra más preciada soledad. Por ende, tampoco consta la composición exacta en la Tabla Periódica de los Elementos de la secreta fórmula con la que Gabriel García Márquez logró despejar el enigma de que la soledad es una felicidad que se puede ver acompañada, mas nunca disuelta en las horas muertas del calor sofocante o en los trayectos silenciosos de las travesías particulares de todos los días; soledad como la voz interior de una selva que es memoria sobrepoblada con los fantasmas de todos los ancestros que entretejen sus magias en la imaginación que nos heredan en tinta y en silencio para que todo lector la adopte y adapte en multiplicación de nuevas imaginerías que han de heredarse a las nuevas generaciones.

No consta el lugar exacto en las inmediaciones de Macondo donde los primeros pobladores encontraron la armadura oxidada de Alonso Quijano, el Bueno, trasatlantizado por obra y gracia de la mejor reinvención de su propia prosa y tampoco consta, aunque no cabe duda, que en el relicario que se encontró bajo la pechera de la armadura iba un trozo intacto del cabello indescriptible de la Emperatriz de La Mancha y no consta dónde enterraron a Melquíades, aunque en Aracataca de hoy se escuche un misterioso silencio impenetrable en la discreta lápida que lleva su nombre, fuera del cementerio y tan cerca de las vías del tren.

No consta la novela que fue narrando cada sábado Gabriel García Márquez a sus amigos como informe semanal del avance de la inversión cariñosa que le habían confiado para su manutención, pues al final resultó que todo lo que contaba Gabo cada sábado fueron inventos de distracción para no revelar ni una sola línea de la versión final de la infinita novela, que él mismo ya había insinuado en cuatro o cinco entregas como cuentos o respuestas como entrevistas en las que incluso ya había adelantado el enigmático nombre del coronel Aureliano Buendía y no consta si hay o no razón en los debates epistemológicos o las diatribas filológicas en torno a la frase donde el coronel “había de recordar el día en que su padre lo llevó a conocer el hielo”, pues hay quien asegura que debería decir “habría” sin quizá considerar que desde la primera línea Cien años de soledad es un pedazo del tiempo intemporal de todos los tiempos, envuelto en el instante de eternidad impalpable en el que el lector empieza a murmurar con los labios cerrados la digestión del mundo al deletrearlo en un juego de espejos que se multiplican como círculos concéntricos en el pozo de la mente del joven que por azar abrió las páginas en el verano de 1978, al tiempo en que el Mundial de Futbol celebrado en Argentina habría de desvelarle a su generación el imperio de las mentiras y otras no menos desgracias como telón lejano de un fondo de realidad que se opacó con la lectura y re-lectura de una novela que habría de marcarle a tal grado la vida y la piel de los párpados que así pase otro medio siglo habrá de intentar agradecer en tinta, con párrafos deshilados por la sencilla razón de que un libro entre tantos no merece más que la dulce sal que se acumula bajo los párpados para decirte –Gabo: cuánto te extraño y cuánto agradezco cada sílaba que hilaste en papel para que el mundo entero siempre tenga a la mano el consuelo de lo narrado.

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