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LAS PALABRAS
Columna
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El Che

Frente al “hombre nuevo” purificado por el monte y por las armas con el que él soñó, el destino reservó sarcasmos al Che Guevara

Gustavo Gorriti

Este viernes se presenta en Lima un nuevo libro sobre el Che Guevara, del escritor peruano Hugo Coya. Es inevitable cotejarlo con la gran biografía (Che Guevara: A Revolutionary Life) publicada en 1997 por Jon Lee Anderson, pero el enfoque es diferente. El libro viene ilustrado con la inevitable foto icónica del Che, el cabello rebelde agitado por un viento inmóvil bajo la boina con estrella, sobre un rostro serio, soñador y decidido, que observa con certeza y aceptación el porvenir descrito en el último párrafo de su Mensaje a los pueblos del mundo.

El título del libro de Coya llama la atención: Memorias del futuro. ¿Es historia y predicción? ¿Recoger en detalle su pasado previendo su presencia en el futuro? Desde cursos y recursos hasta espirales, no es poco lo pensado y lo soñado sobre los retornos del pasado en sus mañanas. De hecho, el integrismo religioso del islam armado hoy demuestra que el más militante medioevo puede irrumpir letalmente en nuestro tiempo. Pero hay pasados que solo mejoran si no se repiten. Y ojalá ese sea el destino del Che: recordar esa mirada dirigida hacia el comienzo del sueño y no hacia la pesadilla del final, ni tampoco hacia el tiempo, pleno de sarcasmos del destino, que siguió a la pesadilla.

No es fácil comprender ahora el entusiasmo revolucionario que capturó la imaginación de una larga generación en América Latina desde los años 60 del siglo pasado cuando, inspirados en las imágenes idealizadas de Fidel Castro y del Che Guevara, muchos jóvenes latinoamericanos sintieron que no había logro mayor en la vida que el de ser comandante guerrillero. El virtuosismo en las tácticas de la guerra de guerrillas se veía como la llave maestra para lograr el poder político, la justicia social, la autorrealización existencial, el condicionamiento aeróbico, la inspiración poética y hasta el amor, bien que breve, de la pareja esquiva.

Estaba el ejemplo de las victorias de Sierra Maestra y Playa Girón y el eco resonante de Vietnam; el encandilamiento de algunas de las mejores mentes del mundo ante lo que el voluntarismo en verde olivo parecía capaz de lograr; el manual en el libro Revolución en la revolución, de Regis Debray, para demostrar que todo era posible de lograrse; y luego, la caída y la muerte del Che para subrayar que en la marcha a la victoria los mejores caen para que muchos más sigan su ejemplo.

Las canciones de protesta vibraban con el “san Ernesto de la Higuera, comandante Che Guevara” y llamaban a cumplir, con Amor Fati, la misión histórica, pagando, cuando fuera necesario el mismo precio que describe la carta arriba mencionada: “En cualquier lugar que nos sorprenda la muerte, bienvenida sea, siempre que ese, nuestro grito de guerra, haya llegado hasta un oído receptivo y otra mano se tienda para empuñar nuestras armas, y otros hombres se apresten a entonar los cantos luctuosos con tableteo de ametralladoras y nuevos gritos de guerra y de victoria”.

No faltaron oídos receptivos. Las prosaicas alternativas reformistas, las negociaciones y concesiones de las incipientes democracias fueron desdeñosamente descartadas por miles de jóvenes que durante una treintena de años, con centros de gravedad cambiantes y modificaciones estratégicas, incendiaron Latinoamérica y, en gran medida, incineraron sus vidas en el proceso.

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Provocaron las brutales dictaduras contrainsurgentes que, salvo pocas excepciones, cubrieron Latinoamérica y, torturando y asesinando a miles, arrasaron, en casi todos los casos, no solo a la guerrilla, sino a cuanta experiencia democrática, precaria o añosa encontraron a su paso.

Al final, el saldo de alrededor de medio millón de víctimas del “tableteo de ametralladoras” fue el de una sola insurrección victoriosa: Nicaragua; un empate que se perennizó en un acuerdo: El Salvador; y poco más. El acuerdo de paz reciente en Colombia terminó un proceso emparentado, pero diferente.

Los años de paz e incorporación a la antaño despreciada democracia llevaron con más eficacia al poder mediante el voto a varios moderados excomandantes: desde José Mujica, en Uruguay; Dilma Rousseff, en Brasil; hasta Salvador Sánchez Cerén, en El Salvador. Otros fueron alcaldes metropolitanos, o senadores, o gobernadores regionales. Algunos resultaron buenos, una fue vacada, otros fueron mediocres y poco competentes. Frente al “hombre nuevo” purificado por el monte y por las armas que soñó el Che, el destino reservó sarcasmos: los comandantes sandinistas estrenaron nuevas formas de corrupción; los salvadoreños fueron tan ineficientes como brutales en combatir esa nueva forma de insurrección con fines de lucro en Latinoamérica, el crimen organizado que depreda la pobreza. La principal organización criminal en Río de Janeiro reconoce la inspiración de su origen en su nombre: Comando Rojo.

¿Y qué alquimia burlona dejó de hacerle el lucro al “hombre nuevo”? José Dirceu, antaño paradigma del revolucionario profesional, terminó encarcelado por corrupción en el caso Lava Jato. Y aquí en Lima, cuando veo el número de plutócratas exitosos que empezaron su vida como revolucionarios (aunque es verdad que muchos de ellos maoístas), me pregunto qué pensaría el Che Guevara si viera que el trayecto en la ideología revolucionaria de muchos reemplazó eficazmente la formación de negocios en Wharton o Harvard, trasladó las prácticas del monte a las del directorio cambiando, claro está, las consignas del poder proletario por las demandas de la flexibilización en el cese laboral. Lo mejor será, por eso, que el pasado no despierte en el futuro y que nuestro luctuoso Camelot latinoamericano duerma por siempre su sueño heroico en la tierra que nunca fue.

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