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Entre la miseria y Boko Haram

La carretera de Diffa, en Níger, se han convertido en un campo de miles de desplazados

José Naranjo
Dos niños en una carretera de Níger.
Dos niños en una carretera de Níger.SYLVAIN CHERKAOUI (COSMOS)

A veces Moussa Boulama se pasa toda la noche sentado bajo un árbol. Hace dos semanas Boko Haram atacó su pueblo, situado en la frontera entre Níger y Nigeria, y todos decidieron abandonar sus casas y sus cultivos y buscar un lugar más seguro. Ahora, los 4.000 habitantes de Argou Goumseri viven en abrigos de ramas y paja cubiertos de plásticos que no levantan un metro y medio del suelo y que fueron construyendo junto a la única carretera asfaltada de la región. Pero ni ahí se sienten seguros de la furia de una secta que solo en los últimos dos años se estima que ha matado a 16.000 personas. “Estamos a tres kilómetros de la frontera, al otro lado solo queda la gente de Boko Haram, por eso apenas duermo”, asegura Boulama.

El viento del desierto golpea con fuerza, y por la noche la temperatura baja hasta los 10 grados. Sin mantas, apenas sin comida y sin agua, los niños están todos enfermos: conjuntivitis, diarreas, resfriados. Es un gotear sin fin de personas —Boko Haram ha empujado al éxodo a casi dos millones de personas— que llegan con lo puesto y se instalan donde pueden. La carretera nacional 1 que atraviesa la región de Diffa, en Níger, es el lugar de asentamiento de decenas de miles de refugiados y desplazados que huyen de Nigeria o de las zonas próximas a una frontera, donde 70 pueblos han sido abandonados.

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Un goteo de ataques

El paisaje es desolador. Las agencias de Naciones Unidas hablan de 350.000 personas que han dejado sus hogares y que se han instalado en una región de 600.000 habitantes. Podrían ser muchos más porque cada semana se suman miles. No hay un censo fiable y el reparto de la ayuda y la construcción de puntos de agua es lento y condicionado a los ataques de Boko Haram. Naciones Unidas y las ONG se están viendo superadas por la rapidez de los movimientos de población.

“Hasta principios de 2015, esta era la zona de repliegue de los insurgentes”, asegura Hassan Ardo, secretario general del gobernador de Diffa. Pero “ahora es difícil saber quién es quién. Hay infiltraciones y complicidad en los pueblos”, asegura. Hace dos días, a 38 kilómetros de Diffa, un enfrentamiento entre insurgentes y gendarmes provocó un muerto; una semana atrás una mina escondida entre la arena mató a seis militares.

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Nadie sabe por dónde vendrá el próximo golpe. El río estacional Komadougou Yobe, la frontera natural entre Níger y Nigeria en esta región, se seca rápidamente en esta época y hay zonas donde se puede cruzar a pie con facilidad.

En el hospital regional de Diffa están los que han vivido muy de cerca esos ataques. Madou Ganá, agricultor de 27 años, fue atacado a tiros por dos miembros de Boko Haram cuando fue a trabajar a su campo de pimientos cerca del río. “Me lancé al agua y sentí que una bala me daba en la cabeza”, asegura mientras muestra un enorme vendaje en la parte superior del cráneo. A su lado, Madou Adji, de 36 años, tiene la pierna inmovilizada: “Me disparó un soldado en la estación de autobuses, debió pensar que yo era un terrorista”. Desde que empezaron los ataques a Diffa, hace un año, unas 650 personas han sufrido heridas de bala, arma blanca y quemaduras.

Los primeros ataques en el lado nigerino de la frontera comenzaron en febrero de 2015, pero la secta radical, también conocida con el nombre de Estado Islámico de África Occidental, acumula un sangriento historial en Nigeria. Nacido en 2002 en Maiduguri, capital del Estado de Borno, el grupo persigue la implantación de la sharia o ley islámica en el país. La secta se radicalizó a partir de 2009 tras la muerte de su fundador, Mohammed Yusuf, a manos de la policía. Desde entonces, la escalada de violencia ha sido imparable. Al frente se encuentra Abubakar Shekau, uno de los terroristas más buscados del continente. Su imparable extensión por Borno, Yobe y Adamawa hizo que a mediados de 2014 anunciara la fundación de un califato y que, a principios de 2015, se desencadenara una contraofensiva por parte de Nigeria que, sin embargo, está lejos de haber acabado con los radicales.

Los incidentes parecen multiplicarse a medida que el Ejército nigeriano hostiga a Boko Haram en el sur. El grupo terrorista, acorralado junto al Lago Chad y en las fronteras de Níger y Camerún, aprovecha cualquier ocasión para atacar en los tres países. En octubre pasado, los radicales lanzaron tres ofensivas contra el pueblo de Baroua, en la ribera nigerina del lago. Hoy sus 10.000 habitantes se han trasladado junto a la localidad de N’guanguam. “Robaron todo lo que pudieron; y lo que no se podían llevar, lo quemaron”, asegura Boulama El Hadji Manga, jefe del pueblo.

Los vecinos sin hogar viven en refugios construidos con bambú y paja cerca de una base militar. Médicos sin Fronteras les ha construido unas letrinas y facilita su asistencia médica en el centro de salud cercano. Pero el principal problema es la comida, que llega con cuentagotas y gracias al complicado trabajo de las agencias de la ONU en un contexto de inseguridad como este.

Alhadji Boucar Modou Gambó ha tenido que huir en tres ocasiones de la violencia. Conoció a dos jóvenes que se unieron a Boko Haram. “Lo hacen por ser superiores a los demás. Cuando entran en la secta les dan un arma, una moto y empiezan a tener dinero”, explica. Ahora busca cómo sobrevivir en Diffa, donde la actividad económica está prácticamente paralizada y el 75% de los cultivos han sido abandonados dado que la mayoría se encuentran junto al río y el lago, las zonas más peligrosas. La pesca está prohibida. Gambó acaba de ser padre del pequeño Ari Dawa y sólo desea encontrar un lugar donde su hijo crezca en paz.

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Sobre la firma

José Naranjo
Colaborador de EL PAÍS en África occidental, reside en Senegal desde 2011. Ha cubierto la guerra de Malí, las epidemias de ébola en Guinea, Sierra Leona, Liberia y Congo, el terrorismo en el Sahel y las rutas migratorias africanas. Sus últimos libros son 'Los Invisibles de Kolda' (Península, 2009) y 'El río que desafía al desierto' (Azulia, 2019).

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