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El delicado papel de la ciencia en las catástrofes

La condena a los expertos que intervinieron en el terremoto de L’Aquila sacude a la comunidad científica No podían predecir si habría un seísmo, pero tampoco asegurar que no lo habría

Milagros Pérez Oliva
Un policía italiano pasea por el centro de L’Aquila tras el devastador terremoto de 2009.
Un policía italiano pasea por el centro de L’Aquila tras el devastador terremoto de 2009.a. bianchi (REUTERS)

El miedo ha salvado muchas vidas. Sin el miedo, no estaríamos aquí. Es nuestro principal mecanismo de defensa. Los habitantes de Nueva York han tenido miedo del huracán Sandy y se han protegido. Las medidas adoptadas han permitido reducir los daños y evitar que la gran tormenta convirtiera la ciudad en un mar de muerte, como ocurrió en Nueva Orleans tras el paso del Katrina. Los habitantes de L'Aquila, Italia, sentían un miedo crónico a que la tierra volviera a crujir. Situada sobre una falla activa, la ciudad estaba acostumbrada a temer las sacudidas del subsuelo. Cuando percibían los primeros rugidos, se iban a la plaza, y, si era necesario, pasaban la noche al raso. Pero la noche del 6 de abril de 2009, la gente se quedó tranquila en casa. Siete días antes, a petición del Gobierno, la Comisión de Grandes Riesgos se había reunido en la ciudad. “Pueden dormir tranquilos”, había dicho.

Esa noche, sin embargo, la tierra tembló con tanta fuerza que 309 personas perdieron la vida y otras 1.500 resultaron heridas. Ahora, los siete miembros de esa comisión han sido inhabilitados y condenados a seis años de cárcel por cooperación en un delito por imprudencia. Aunque no se ha hecho pública todavía la sentencia, la comunicación del fallo ha sacudido, como un terremoto, a la comunidad científica: ¿hasta qué punto pueden prevenirse las catástrofes naturales? ¿Qué responsabilidad tienen los científicos en este tipo de alertas?

“Ante los fenómenos naturales, el papel del científico es aportar el conocimiento disponible en cada momento para determinar las probabilidades de que ocurra y los riesgos que puedan derivarse”, precisa Emilio Lora-Tamayo, presidente del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), cuyos investigadores son llamados con frecuencia a participar en comisiones de evaluación de riesgos. “El problema es que, en el caso de los terremotos, no deja de ser un conocimiento basado en datos estadísticos. Lo que manejan son probabilidades y lo difícil es interpretarlas. Pero quien tiene la responsabilidad última sobre las decisiones que se toman son los gestores políticos”, señala.

Las autoridades reunieron a la comisión “solo a efectos mediáticos”

Esta es también la conclusión a la que llegan el resto de fuentes consultadas, algunas de las cuales no pueden aparecer identificadas pues, siendo responsables de organismos públicos relacionados con tareas de protección civil y evaluación de riesgos, han recibido, para su sorpresa, órdenes del ministerio del que dependen de no hacer declaraciones. Pero hay algo en lo que todos insisten: en las catástrofes naturales no se puede hacer un vaticinio exacto. Lo cual no significa que no haya elementos que permitan evaluar la probabilidad de que ocurran. En una carta dirigida a sus colegas italianos, el profesor José Ignacio Badal Nicolás, de la Universidad de Zaragoza, presidente de la sección de Sismología y Física del Interior de la Tierra de la Comisión Nacional de Geodesia y Geofísica y miembro de la Comisión Sismológica Europea, es taxativo: “No se puede condenar [a un científico] por algo que está fuera de su control”.

“En este tipo de fenómenos, la predicción está muy lejos de ser una herramienta infalible. Se pueden hacer simulaciones y evaluar el riesgo de que ocurra un terremoto, pero en modo alguno el momento ni la intensidad de la sacudida”, explica a este diario. Se evalúa por un lado la peligrosidad sísmica, es decir, la probabilidad que una zona tiene de sufrir una sacudida, y por otro, el riesgo sísmico, es decir, la vulnerabilidad en caso de que ocurra, tanto en costes humanos como económicos. “Una zona de desierto situada sobre una falla tendría alta peligrosidad pero bajo riesgo, porque no hay edificaciones”, precisa.

Según esta definición, L'Aquila era una zona de alta peligrosidad y alto riesgo. Tenía una larga historia de terremotos y su arquitectura era muy vulnerable, como se demostró, pues 20.000 edificios se vinieron abajo o quedaron seriamente dañados.

¿Actuaron los científicos de acuerdo con este riesgo? Para el profesor Luis González de Vallejo, catedrático de Ingeniería Geológica de la Universidad Complutense de Madrid, “cuando se trata de sucesos aleatorios, los científicos trabajan con cálculo de probabilidades. Una vez evaluado el riesgo, es a la autoridad a quien corresponde tomar las decisiones. Eso no quiere decir que el científico no tenga responsabilidad, si parte de supuestos erróneos o no realiza su trabajo con el rigor requerido”. Sentados estos principios, González de Vallejo apunta a un elemento clave en este caso: “En la evaluación del riesgo hay que distinguir entre funciones técnicas y funciones de gestión política, y ambas han de estar claramente delimitadas”, sostiene. En el caso de la Comisión de Grandes Riesgos italiana, esta distinción no estaba definida. Muchos de sus miembros eran científicos, pero tenían responsabilidades orgánicas y el hecho de pertenecer a la comisión implicaba asumir sus decisiones.

El juez no les ha condenado por no haber sido capaces de predecir el terremoto, que es imposible, sino por hacer “un análisis de riesgos defectuoso, inadecuado y engañoso”. Existe una conversación grabada en la que el responsable de Protección Civil, Guido Bertolaso, explica a su subordinada en los Abruzos que, dada la alarma que cunde por la sucesión de terremotos, las autoridades gubernativas han decidido reunir a la comisión en L'Aquila “solo a efectos mediáticos” para tranquilizar a la población.

Nunca es fácil decidir en condiciones de incertidumbre

Es de suponer que sus miembros habían realizado evaluaciones científicas, pero lo cierto es que llegaron a L'Aquila, se reunieron durante 45 minutos y, sin emitir ningún informe técnico, su presidente declaró a la prensa que no había riesgo alguno.

La comisión había sido convocada precisamente para salir al paso de las predicciones de un científico, Giacchino Giuliani, que insistía en la inminencia de un fuerte terremoto. Giuliani no era un científico cualquiera. Era sismólogo del Instituto Nacional de Astrofísica y basaba su predicción en las concentraciones de gas radón que había detectado. La tierra venía temblando desde mediados de enero y el 30 de marzo se había producido un temblor mayor, lo que parecía confirmar las tesis de Giuliani. Cuando los periodistas preguntaron por el significado de esos temblores previos, el presidente de la Comisión de Grandes Riesgos dijo que eso “era bueno” porque significaba que la tierra liberaba la energía acumulada, y, por tanto, las probabilidades de un gran terremoto disminuían.

No era una explicación descabellada, pero lamentablemente resultó errónea. El profesor Badal aclara este punto: “Si en una zona de riesgo sísmico se producen terremotos frecuentes de pequeña magnitud, que liberan pequeñas cantidades de energía, puede ser bueno, porque significa que no se acumula. Y al revés, si hay una zona sísmica que es activa, pero no libera energía, podemos temer que se esté acumulando y por tanto, que un día puede liberarse de golpe. Lo que no se puede saber es cuánta energía hay acumulada y cuándo se liberará”.

En todo caso, el científico ha de hacer una evaluación rigurosa de acuerdo con los datos de que dispone, y decir la verdad. El sentido de la responsabilidad excluye cualquier frivolidad en asuntos tan graves. La gestión de la crisis por parte de la Comisión de Grandes Riesgo dejó mucho que desear. “Tomaron una decisión de la que no podían ignorar que, si se equivocaban, suponía un riesgo tremendo. De la misma manera que no podía predecir el terremoto, era altamente arriesgado decirle a la gente que podían dormir tranquilos”, afirma González de Vallejo. “Los miembros estaban en la comisión en calidad de expertos tenían que haber expuesto claramente los datos científicos. Y, desde luego, no podían asegurar que no iba a pasar nada”.

Esa es la razón por la que ahora mucha gente en Italia, además de las familias de las víctimas, aplaude la sentencia. A la memoria de todos ha vuelto el desastre de la presa de Vajont. Un enorme deslizamiento en el Monte Toc provocó en 1963 una enorme avalancha de 70 metros de altura de agua, piedras y barro que destruyó Langarone y otros pueblos del valle. Ya en 1960, cuando se construía la presa, se habían observado signos de deslizamiento y diversos expertos habían alertado del peligro. Pero los intereses económicos pudieron más que la prudencia y en la tercera prueba de llenado, el monte cedió y engulló a 2.018 personas. “Por la sed y la codicia del oro, nos encontramos sin sepultura”, recuerda aún una lápida. El juicio se cerró con penas menores. El péndulo de la justicia se ha ido, en el caso de L'Aquila, al otro extremo, con penas de seis años de cárcel por imprudencia tanto para los científicos como para los gestores.

En la tragedia de Vajont murieron 2.018 personas y solo hubo penas leves

Nunca es fácil decidir en condiciones de incertidumbre. El acierto no está asegurado y las consecuencias pueden ser graves, tanto si se peca por exceso como por defecto. El terremoto de Tangshan, en China, es el paradigma de este angustioso dilema. Ocurrió el 28 de julio de 1976 y afectó a una ciudad obrera de más de un millón de habitantes. China posee una red de vigilancia sísmica ejemplar, con una historia de más de 3.000 años de registros. Un año antes habían aparecido signos alarmantes de actividad sísmica y las autoridades habían decidido evacuar a la población. El terremoto se produjo y alcanzó 7 grados en la escala de Richter. No hubo muertes. Al cabo de un año, las señales premonitorias reaparecieron y se produjo una intensa discusión entre los científicos. Acabó predominando el criterio de los que pensaban que no podía producirse un terremoto mayor que el del año anterior, que ya se había liberado una gran cantidad de energía. Se decidió no evacuar. Uno de los científicos derrotados estaba en casa cuando observó que los peces saltaban de la pecera. Cogió a su nieto y corrió al parque más cercano. El terremoto alcanzó una magnitud de 7,8 grados en la escala de Richter. El científico y su nieto se salvaron, pero hubo 242.769 muertos y 700.000 heridos.

La ciencia no es capaz de predecir con certeza si va a haber un terremoto o no. Pero hay signos y por eso se monitoriza todo lo que ocurre. Las zonas activas están perfectamente identificadas. En España, el mapa sísmico se publica en el BOE y la información es pública y fácilmente accesible. En el mapa geológico español puede observarse por ejemplo que en la zona de Torreperojil, en Jaén, se han registrado en los últimos meses más de cien terremotos de baja intensidad. El viernes, el mapa señalaba un terremoto en Sorriguera, cerca de Llavorsí (Lleida), de 1,6 grados de magnitud. Cuando se produce una serie de terremotos de magnitud inferior a tres, si no hay fallas en la zona ni registros históricos de terremotos graves, el consenso científico indica que no hay por qué esperar que ocurra lo peor, aunque no se puede descartar totalmente.

Los científicos se resistirán a realizar valoraciones de riesgo

El problema es que a veces los riesgos se conocen, pero quien tiene que reaccionar no lo hace adecuadamente. Y, a veces, las advertencias de los expertos chocan con intereses económicos o políticos, y entonces la decisión corre un grave riesgo de no ser la más adecuada, como pudo ocurrir en en el caso de L'Aquila. Ahora, esos errores se vuelven contra quienes participaron en las predicciones.

La sentencia que condena a los miembros de la Comisión de Grandes Riesgos es cuestionada también desde el punto de vista de la doctrina jurídica. Algunos penalistas han visto en ella una vuelta a la teoría, ya superada, de que “la causa de la causa es la causa del mal causado”. A diferencia de lo que ocurre en Derecho Civil, que reconoce el daño objetivo, el Derecho Penal exige una relación directa de causalidad para poder imputar un delito por imprudencia. Sin causalidad no se puede imputar un resultado, explica José Manuel Paredes Castañón, catedrático de Derecho Penal de la Universidad de Oviedo. A la espera de conocer los detalles de la sentencia, ha analizado los 500 folios del escrito de la fiscalía, y esta es su impresión: “En Italia existe la figura penal de cooperación en un delito culposo que no existe en nuestro Código Penal. Nuestro ordenamiento no admite el delito de cooperación en la imprudencia de otro. Solo los autores de la imprudencia responden penalmente. Hecha esta primera aclaración, el problema de la sentencia es cómo se puede cooperar en un delito de homicidio imprudente si no hay homicida. Quien mató a la gente es el terremoto. La fiscalía sostiene que la información que dio la Comisión era vaga, contradictoria, y que eso fue decisivo para que la población se confiara. Se puede decir que sus miembros no hicieron bien su trabajo, pero de ahí a poder imputarles las muertes que se produjeron hay un largo trecho. Eso es algo difícil de encajar en el Derecho Penal. La única forma de imputar responsabilidad por imprudencia es conectarla con el resultado final. Eso supone presumir que, de haber actuado de otro modo la comisión, la gente se hubiera comportado de otra manera y se hubiera salvado. Aunque es posible que hubiera sido así, nunca tendremos la certeza”.

Cuando vio que los peces saltaban, cogió a su nieto y corrió al parque

La sentencia de l'Aquila puede sentar, según Emilio Lora-Tamayo, un precedente muy negativo. “Hasta ahora, cualquier científico estaba muy bien dispuesto a poner su conocimiento al servicio de la sociedad. Muchos hemos defendido la necesidad de que el investigador salga de su torre de marfil y se implique en los problemas de la sociedad, aportando su conocimiento. La sentencia puede disuadir a muchos científicos de participar en comisiones de evaluación de riesgos. Ellos están ahí en tanto que expertos. En general, dan su opinión de la forma más rigurosa posible. Pero si hay una comisión de expertos que no trabaja con el rigor exigible, es también responsabilidad de la autoridad política asegurar que ese instrumento de consulta tenga la calidad necesaria”.

Hay que diferenciar las funciones técnicas y las políticas

“Es lamentable”, concluye González de Vallejo, “que se tenga que llegar a los tribunales para dirimir y delimitar este tipo de responsabilidades, y que de cara a la opinión pública, el rigor y la veracidad de los científicos quede confundida o cuestionada”. De este triste episodio, los científicos habrán extraído una lección muy importante: la necesidad de delimitar con precisión las funciones técnicas de las políticas. Por eso, en su carta de solidaridad a sus colegias italianos como miembro de la Comisión Sismológica Europea y presidente de la sección de Sismología y Física del Interior de la Tierra, el profesor José Ignacio Badal señala urgente necesidad de “desarrollar un nuevo y más transparente protocolo para la gestión de las crisis, accesible a todos los ciudadanos” que “distinga claramente el rol de los científicos y el de quienes tienen la responsabilidad política”.

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