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Reportaje:

La larga batalla contra Montesinos

Comienza una serie de 70 juicios contra el espía que gobernó Perú desde la sombra durante el mandato de Alberto Fujimori

Gustavo Gorriti

Vladimiro Montesinos, el espía que durante una década imperó desde las sombras en Perú; el hombre que en su momento de mayor poder fue el ventrílocuo del presidente Alberto Fujimori; que usó a los ministros como criados, a los jueces como recaderos y a los generales como ordenanzas, fue sentenciado por primera vez esta semana, a nueve años de cárcel, por 'usurpación de funciones'. Es decir, por haber figurado sólo como asesor del hipertrofiado aparato de espionaje del Gobierno fujimorista, siendo en los hechos su jefe real.

Montesinos apeló la sentencia, que no representa otra cosa que las primeras salvas de una larga batalla judicial. El fallo es el primero en los no menos de 70 juicios que el Estado peruano le ha planteado. Le quedan 69.

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Desde la prisión de máxima seguridad en la base naval del Callao -que comparte con Abimael Guzmán, el jefe de Sendero Luminoso-, Montesinos administra una compleja estrategia de defensa. Reconoce haber cometido delitos como el de peculado, que se castigan con penas menores en la legislación peruana, pero lucha encarnizadamente contra las acusaciones -hasta ahora cuatro casos- por crímenes contra la humanidad y por tráfico de drogas, cuyas penas, de 25 años en prisión, son las mayores que prevén las leyes de Perú. 'Montesinos se está defendiendo bien', reconoce el procurador Luis Vargas Valdivia, un ex juez con bigotes de charro, que dirige las investigaciones sobre la corrupción masiva, sistemática organizada por Montesinos y sus cómplices a lo largo de los años que estuvieron en el poder. 'Sin embargo', dice Vargas, 'la severidad de la sentencia le está demostrando que no ha logrado influenciar ni intimidar a los jueces'. Quien dictó la sentencia es el más conocido dentro del pequeño grupo de jueces anticorrupción: Saúl Peña, un juez cuya breve estatura, hablar suave, gestos y acento de tímido estudiante andino esconden la terquedad, valentía y astucia forense que lo han convertido en la némesis de Montesinos.

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Aparte del ámbito judicial, Montesinos se defiende, ataca, maniobra y conspira en el político. Las numerosas comisiones parlamentarias de investigación que lo han visitado terminaron frecuentemente con Montesinos exponiendo ante congresistas boquiabiertos, manejando la agenda y los temas de la reunión, dosificando la información que les entrega y logrando, por cierto, el efecto buscado.

Recientemente, Montesinos ha afirmado que el Gobierno del actual presidente, Alejandro Toledo, no se sostendrá hasta fin de año. Esa perspectiva -que muchos ya creen posible, debido al alto grado de desaprobación a Toledo (el 80%) y la prodigiosa capacidad de éste y de su Gobierno, de crearse problemas artificiales y de tropezarse con sus propios pies- ha hecho que la sombra de Montesinos se proyecte más allá de la Base Naval suscitando de nuevo íntimos miedos (por traiciones infligidas y padecidas) y alguna esperanzada codicia entre sus cómplices de ayer.

Porque si algo queda claro para todo aquel que lo ha seguido o investigado es que el mayor talento de Montesinos ha sido y es su capacidad de rebotar desde lo que parece el fondo de una derrota irremisible hasta el retorno al poder.

El espía que quiso reinar buscó, y en parte logró, el poder desde muy joven. Era apenas un capitán a comienzos de los setenta cuando se hizo ayudante del primer ministro y jefe del Ejército del Gobierno militar de izquierda de entonces. Ésa fue una de las pocas circunstancias en las que Perú tuvo importantes secretos militares que guardar: los detalles de la compra masiva de armamento soviético que el Gobierno de Velasco Alvarado efectuó, ante la posibilidad de enfrentar a la entonces reciente y hostil dictadura militar de Pinochet.

En 1976, Montesinos fue convincentemente acusado de haber entregado la lista de armamento a funcionarios de inteligencia de EE UU. Tras un viaje semiclandestino a ese país, fue detenido, procesado en el fuero militar, dado de baja, por deserción y abandono de destino, y puesto en prisión. No se le procesó por traición, para no arrastrar en la desgracia a su jefe. Poco después de salir de prisión, se hizo abogado y se especializó en la defensa de narcotraficantes. Lo suyo no era defender ante juzgados sino crear redes de servicios integrales, desde policías hasta jueces corruptos.

Los narcotraficantes peruanos más importantes de los ochenta lo tuvieron como asesor estratégico y también representó a capos colombianos como Evaristo Porras Ardila. El hermano de Pablo Escobar, Roberto, ha sostenido que Montesinos tenía una relación cordial de trabajo con el capo de Medellín, y que lo visitó en su hacienda Nápoles.

El Ejército intentó juzgarlo por traición en 1983, tras un episodio de extorsión. Montesinos se fugó del país, movió sus redes desde fuera y fue exonerado. Poco después se hizo asesor clandestino del fiscal general, un hombre que tenía dos características comunes en los asesorados por Montesinos: incapacidad para desempeñar el cargo, pero ganas tremendas de usufructuarlo.

Gracias a esa posición pudo hacerse recibir de nuevo por el servicio de espionaje como colaborador. Les llevaba la información completa sobre los familiares de los desaparecidos en esos, los años más salvajes de la guerra contra Sendero Luminoso. En ese trance, el entonces jefe de espionaje le encargó ayudar al candidato sorpresa de las elecciones de 1990, Alberto Fujimori, en un problema de defraudación tributaria. Montesinos lo hizo y el resto, como dicen, es historia.

Cada país produce monstruos a su medida. Pero Perú, cuya clase dirigente conserva el ADN del virrey Abascal, con las astucias, molicie, inteligencia, blandura e imitación de la metrópolis propias de las cortes virreinales, no ha producido vástagos degenerados en el molde cortesano, sino en el de outsiders, foráneos.

Como Abimael Guzmán, cuyo sueño de encarnar una revolución cultural cripto-maoísta en Perú primero y en el mundo después, fue nuestra pesadilla de 20 años y 30.000 muertos. Como Alberto Fujimori, como Montesinos.

Ahora ya sabemos todos que el Gobierno en verdad simbiótico de Montesinos y Fujimori fue un Gobierno de espías que tuvo a las Fuerzas Armadas como partido político y al servicio de espionaje como politburó. Y que fue una empresa organizada de saqueo y corrupción que se realizó entre los aplausos de los organismos internacionales de crédito y comercio, y de la mayor parte de Gobiernos occidentales y sus servicios de espionaje. Entre muchos ejemplos, está la carta del jefe de estación de la CIA en Perú en 1999, Donald Arabian, dirigida a Montesinos, en la que le felicita 'por su acostumbrado apoyo y esfuerzo en combatir el flagelo del narcotráfico', en relación con el desmantelamiento de una organización de narcotráfico con la que, se sabe ahora, se supo entonces, estaba implicado Montesinos.

Los empresarios, aunque sintieran en diversos casos las manifestaciones menos elegantes del miedo, no sólo lo apoyaron, sino que no tuvieron empacho en hacerse sus cómplices.

Si algo tienen que agradecer los peruanos a Montesinos es la gigantesca colección de vladivídeos, de filmaciones subrepticias, donde aparecen los sobornos, las traiciones y compraventas en las que éste compra a políticos, jueces, empresarios. No a todos pero sí a demasiados.

Ni los archivos de la Stasi, ni las grabaciones solapadas de Nixon en la Casa Blanca han documentado en forma siquiera parecida el comportamiento de la clase dirigente; sobre todo en pleno ejercicio de la pornografía de la corrupción.

Hasta ahora, conquistada la democracia en el año 2000, debilitada la democracia en 2002, la impunidad en ocasiones desvergonzada, ha prevalecido. Por eso, cabe imaginar que, pese a su primera sentencia y los otros 69 juicios que le aguardan, Montesinos sienta que aún le quedan muchas cartas por jugar.

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