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El ponderado voto de Niza

El plato fuerte del segundo trimestre de la presidencia italiana del Consejo de la UE debería constituirlo la Conferencia Intergubernamental (CIG), ha poco inaugurada en Roma, con el fin de aprobar definitivamente la Constitución Europea sobre la base del proyecto elaborado por la Convención durante casi dos años. A pocos acontecimientos del medio siglo de vida comunitaria cabe aplicar con mayor merecimiento el manido calificativo de "histórico": una Constitución federal -lo diga o no el texto- para una entidad política democrática cuasi-continental que incluirá a 25 Estados en mayo, pero cuya vis expansiva la llevará probablemente a la treintena de países en menos de una década (Rumania y Bulgaria, por supuesto, pero también, a medio plazo, el resto de los Balcanes, Turquía y, ¿por qué no, aunque más tarde?, Moldavia o Ucrania).

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El proceso constitucional permanente que, de algún modo, es la historia de las Comunidades Europeas ha permitido la forja de un nuevo y peculiar nivel de soberanía que se consagraría en el acto formal de aprobación de esa Constitución Europea. Son muchos los aspectos que requieren reflexión y debate, aunque, al mismo tiempo, la prudencia política aconseja no tratar de alterar -¡y menos aún sustancialmente!- los equilibrios alcanzados en larga cocción a fuego lento por la Convención. Por ello, cualesquiera que sean sus recelos de fondo y sus dotes para la hipocresía, la mayoría de los gobiernos participantes en la CIG han anunciado que el texto convencional no les suscita dificultades mayores, por lo que no pretenden enmendarlo en cuestión básica alguna. Una de las escasas y notorias excepciones es, precisamente, el Gobierno español, que ha planteado la cuestión de la modificación del sistema actual de votación en el Consejo como poco menos que un casus belli.

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Los sistemas de votación deben tratar de aunar la representatividad democrática con la eficiencia, es decir, la posibilidad de alcanzar acuerdos lo más satisfactorios posible o, en jerga económica, que maximicen la utilidad de los participantes. La protección de las minorías y el deseo de alcanzar amplios consensos ha llevado a fórmulas como la de las mayorías cualificadas -o su simétrica, las minorías de bloqueo- e, incluso, a la del veto que, por motivos justificados, se apartan de las reglas elementales de "una persona, un voto" y de la "mitad más uno"; la ciencia política y la teoría de la elección pública han elaborado mucho sobre estas cuestiones.

Las Comunidades Europeas -y ahora, la Unión Europea- constituyen un caso particularmente relevante y complejo de la toma democrática de decisiones: una federación de Estados democráticos cuyo proceso decisorio y legislativo se desarrolla por la conciliación de la representación de los gobiernos de dichos Estados (Consejo) y de la representación directa de los ciudadanos (Parlamento), que tienen competencias diversas según las materias (llegando, en algún caso, a la competencia exclusiva del Consejo, sin participación alguna del Parlamento) y con reglas distintas en cada "cámara". La ponderación del voto en el Consejo -y su paralelo, el número de escaños en el Parlamento- es, ciertamente y valga la redundancia aparente, una cuestión decisiva. ¡Tanto, que jamás ha sido posible presentar una fórmula matemática -aunque sí una explicación razonable- que diera cuenta de sus criterios! A título de ejemplos, cabría recordar que, durante los decenios en que rigió el sistema de las contribuciones nacionales, Francia e Italia aceptaron aportar al presupuesto comunitario el mismo porcentaje que Alemania a fin de disponer de sus mismos votos en el Consejo y en la Asamblea Parlamentaria, o que no cabe establecer ningún tipo de proporcionalidad económica o demográfica entre las representaciones alemana y luxemburguesa en ambas instituciones.

El Gobierno del PP alega que España perdería peso en el Consejo -y, por tanto, en el proceso de toma de decisiones- si la Constitución retomara el reparto de votos propuesto por la Convención. Es difícil no suscribir esta tesis. El primer problema puede radicar en que, como pasó en la última discusión sobre la dotación de los fondos estructurales, teniendo razón, no la sepa defender, porque no sabe por qué tiene razón ni entiende la lógica comunitaria. La segunda dificultad, tanto o más grave, es que la batalla ya la perdió en Niza...

Los últimos meses, y particularmente los últimos días, han visto la publicación de numerosos artículos en los que se evaluaban las consecuencias del cambio de la ponderación del voto en el Consejo. La mayoría parece partir del supuesto de que Niza había sido un buen resultado para los intereses españoles, y eso, a mi juicio, es de una ingenuidad total. En primer lugar, para cualquier observador de los temas comunitarios mínimamente avezado, era evidente que la propuesta de doble mayoría -votos y población- que allí se avanzó era un globo sonda que respondía a una tendencia de fondo: su rechazo sólo podía ser temporal y reaparecería a la primera ocasión debidamente corregida. Por otra parte, pese a la autosatisfacción mostrada por el jefe de Gobierno, el retroceso de la capacidad de maniobra de España, y en general de los países menos ricos, era evidente. En efecto, con la entrada en vigor de Niza, la suma de los votos de los cuatro países beneficiarios del Fondo de Cohesión ha pasado de 21 a 58 -respectivamente, el 24,14% y el 24,47% del total de votos del Consejo antes y después de Niza-, mientras que la minoría de bloqueo se elevaba de 26 a 69 votos, con lo que apenas se modificaba su peso mientras que se complicaban sus posibilidades tácticas de negociación. Por el contrario, y utilizando un prisma crudamente presupuestario, antes de Niza tenían que aliarse los cuatro países habitualmente contribuyentes netos al presupuesto europeo (Alemania, Países Bajos, Reino Unido y Suecia) para alcanzar dicha minoría de bloqueo, mientras que, tras el laudado acuerdo nicense, podían prescindir del socio escandinavo para bloquear en el Consejo no sólo las cuestiones presupuestarias, sino toda decisión legislativa. Extendiendo esa lógica a la UE-25, se constata que, con la ponderación de Niza, la suma de votos de los 10 nuevos miembros roza, sin alcanzarla, la minoría de bloqueo. ¿Acaso fue la posibilidad de convertirse en jefe de filas de los "pobres" la que motivó el pavoneo de nuestro jefe de Gobierno?

Otro motivo de vanagloria fue el pretendido veto obtenido por España para los futuros fondos estructurales y de cohesión. Conviene aclarar esa confusión. Se dista mucho del mecanismo que rige en el Consejo de Seguridad de la ONU, puesto que lo que prevé Niza es la unanimidad. Por lo tanto, si bien es cierto que España podría oponerse en solitario a la aprobación futura de dichos fondos, no es menos cierto que también podrá hacerlo -y con el mismo poder de "veto"- cualquiera de los otros 24 miembros del Consejo, sean Luxemburgo, Malta o, por supuesto, Alemania. Hará falta más cintura que rigidez en esa negociación, salvo que se pretenda el bloqueo indefinido.

Si se traslada el análisis a los escaños en el Parlamento Europeo, la negociación de la Costa Azul resultó todavía menos airosa. Aznar accedió a la reducción de los 64 escaños actuales a 54 en las próximas elecciones, y a 50 en las de 2009: un recorte del 20%, es decir, más o menos un porcentaje del mismo orden que el tajo a los fondos estructurales que aceptó en Berlín en 1999. Los nuevos Estados miembros dispondrán inicialmente de 132 escaños -un 22,1% del total-, y si hipotéticamente se sumaran a los cuatro del actual Fondo de Cohesión, se llegaría a los 277 -37,8% del total-, lo que no augura a priori un clima excesivamente receptivo para las políticas de solidaridad. Circulan interpretaciones diversas acerca de los motivos de Aznar para tal cesión -desde el desprecio hacia el Parlamento por parte de algunos consejeros diplomáticos a la obsesión por eliminar la representación de los partidos nacionalistas-, pero, cuando el papel colegislativo del Parlamento Europeo se incrementa en cada reforma, es evidente la miopía política con que pactó lo que ahora quiere presentar como un dechado de perfecciones.

La Convención retomó el meollo del borrador de Niza y propuso que, aunque se suponga que el Consejo Europeo se pronunciará habitualmente por consenso, el Consejo de Ministros lo hará por mayoría cualificada, definida "como una mayoría de Estados que represente al menos las tres quintas partes de la población de la Unión" (Artículo 24-1). La demografía española y las futuras hornadas de ampliaciones no permiten colegir que España pueda acrecentar en un futuro próximo su porcentaje del 8,18% de la población comunitaria y, por ende, la ponderación real de su voto en el Consejo. Con esa sutil combinación del "de victoria en victoria hasta la derrota final" y del "despliegue elástico sobre la retaguardia" que caracteriza el comportamiento europeo del actual jefe de Gobierno, éste se ha apresurado a decir en Bruselas la solemne obviedad de que "Niza no es la Biblia" y que se debía considerar el conjunto de la representación española en las instituciones europeas. ¡Todo antes que reconocer que en Niza había subestimado la importancia de los escaños! Y, para completar el cuadro, no sólo díscolos liberales como Prodi o Verhofstadt, sino su anfitrión de la gloriosa foto de las Azores, Durão Barroso, le echa en cara que lo importante y prioritario para la construcción europea no deben ser las minorías de bloqueo, sino las posibilidades de constituir mayorías decisivas.

A la vista de los primeros pasos de la CIG, Aznar López debe lamentar no poder incluir sus famosos 40 millones de hispanos en la ponderación del voto español...

Joan Colom i Naval es diputado del PSC (PSC-PSOE) y vicepresidente del Parlamento Europeo.

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