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Columna
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Bachelet de Chile

Una cierta intriga se ha desplegado de a poco en la prensa internacional para determinar a quién beneficia la sucesión de mandatarios virados a la izquierda en América Latina, de los que la última es la presidenta chilena, Michelle Bachelet: ¿a los radicales del presidente venezolano, Hugo Chávez, o a los socialdemócratas como Tabaré Vázquez en Uruguay u Óscar Arias en Costa Rica?; o, incluso, ¿a los de rara clasificación como Lula en Brasil y Kirchner en Argentina? Pero todo apunta a que el mayor beneficiado puede ser José Luis Rodríguez Zapatero.

Según inmejorables fuentes periodísticas chilenas, la señora Bachelet, todavía candidata, quedó fuertemente impresionada cuando conoció al jefe del Gobierno español, e igual que la transición española ha sido ejemplo y guía para algunos países de América Latina, esta segunda transición, moral y puritana, que parece que quiere liderar Zapatero en España, encuentra su eco en una presidencia que se estila de laica en un país donde la Iglesia sigue siendo fuertemente hegemónica. El divorcio es sólo un prodigio reciente, no se permite el aborto, y aunque con Bachelet son ya cuatro los presidentes de la Concertación -coalición de centro izquierda-, Chile se cuenta entre los países más conservadores de América Latina.

La presidenta se cree saber que está dispuesta a hacer una adaptación de las mores socialistas españolas a la nación andina, como uno de los ejes de su gobernación. No por ahora el matrimonio entre personas del mismo sexo, lo que provocaría corrimientos de tierra hasta en el mismísimo Aconcagua, pero sí una ley para las parejas de hecho que elimine las injusticias legales más flagrantes. Tampoco una imposición de cuotas para la discriminación positiva en favor de la mujer, que afecten a la totalidad o mayor parte de la vida política y económica del país, como en España, sino, más cautamente, la prédica con el ejemplo, como sería algún cuotaje favorable al segundo sexo en el empleo público. Y, finalmente, un plan de acción para combatir la práctica, que ha llegado a convertirse en rutinaria, de pagar hasta un 40% menos a la mujer por el desempeño de idéntica ocupación que el hombre. Del tabaco, por ahora, no se ha dicho palabra.

El socialismo, en cualquier caso, de la señora presidenta, como lo fue el de su antecesor, Ricardo Lagos, no parece ni que llegue a la tercera vía de un Tony Blair, que siempre discurrió más bien por la segunda, la del liberalismo compasivo. Pero consciente la presidenta de las graves desigualdades sociales y económicas que persisten en un país que, pese a todo, es la gran historia de éxito de América Latina, dice que va a combatir ese flagelo, pero por la vía lenta, la educación, la formación de la ciudadanía, antes que por la más urgida de la tributación y los instrumentos legales para la redistribución de la renta.

Michelle Bachelet, la activista torturada, hija de torturado, separada, pediatra y ex hippie con guitarra, no es ya que se haya hecho a sí misma, sino que procede directamente de sí misma. Lagos la nombró ministra de Salud, sin que eso ni remotamente significara que la estaba preparando para la carrera política que ha hecho, y llegó a asumir ya comenzado el siglo la cartera de Defensa en parte porque sus datos antropológicos parecían que ni fabricados expresamente para denotar con ellos un cambio de paradigma: mujer e hija de militar que murió por mantenerse leal al Gobierno democrático del también socialista Salvador Allende. Bachelet es por ello todo menos una criatura de Lagos, que seguramente habría preferido que otra mujer, con un perfil político más clásico, Soledad Alvear, hubiera sido la candidata socialista.

El Estado español sirve últimamente tanto para un barrido como para un fregado en su proyección sobre América Latina; las clases medias de Zulia en Venezuela y la concentración de población blanca en Santa Cruz, Bolivia, piden sendos estatutos de autonomía, como el de Cataluña, para sacarle todo el jugo a sus hidrocarburos. Pero lo contrario de ese oportunismo es lo que hallamos en Bachelet. Es la presidenta quien decide a qué santo encomendarse. Aunque tanto ella como ZP sean agnósticos.

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