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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Reconstrucción financiera

El tsunami que ha devastado la costa japonesa y el desastre nuclear en la planta de Fukushima afectan a la economía mundial, aunque todavía es pronto para aventurar la intensidad del cambio. Parece lógico suponer que el impacto más duro lo sufrirá el mercado de la energía nuclear. Y no tanto porque las plantas atómicas vayan a ser descartadas y anatematizadas como opción energética (Estados Unidos, Francia, Rusia y Reino Unido, con tecnología nuclear propia, se cuidarán de que eso no suceda) cuanto porque la reacción natural de los Gobiernos (en particular aquellos que no tienen que defender exportaciones de tecnología nuclear) irá en la dirección de aumentar las inversiones en seguridad de las plantas nucleares. Como debe ser. El efecto más directo de Fukushima será probablemente el de trasladar cualquier inversión nuclear a la decisión de los Estados, porque son los únicos que pueden avalar los costes regulatorios crecientes en materia de seguridad, suministro o almacenaje.

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La destrucción sísmica puede traducirse, en un primer momento, en una disminución del PIB japonés. En el corto plazo cabe suponer también que Tokio tendrá que aumentar las compras de gas para sustituir la quiebra de una parte de su producción nuclear, lo cual puede contribuir a subir los precios energéticos en el mercado mundial (expectativas de especulación financiera). Pero hay que tener en cuenta que Japón es, sobre todo, un país exportador; por tanto, los efectos sobre la economía mundial tendrán que ver más con dificultades en el suministro de productos acabados o semiacabados que con un descenso de la demanda. Esta circunstancia podría favorecer a los países competidores de Japón. En todo caso, las consecuencias sobre la economía mundial no serían significativas; menos importantes que, por ejemplo, un descenso en el gasto de los consumidores estadounidenses. Ahora bien, cualquier impacto negativo inmediato debería quedar compensado por el estímulo económico (en una previsión razonable, salvo catástrofe nuclear extendida por el país) de la reconstrucción nacional. Japón tendrá que invertir en la reparación de las infraestructuras. Y el meollo de esa inversión es cómo se financiará. Porque el sector público japonés está muy endeudado, pero no así el sector privado, que soporta con su ahorro una parte del endeudamiento público. Casi el 80% de los bonos japoneses están en manos de sus ciudadanos.

Así pues, el tsunami japonés actuará, sobre todo, sobre los equilibrios financieros del país y, de rebote, producirá algún efecto beneficioso en tierras lejanas (el BCE tendrá que aplazar la prevista subida de tipos de interés en abril). Los juegos de fuerzas financieros tendrán que modularse de forma que Japón no se desprenda de deuda de países extranjeros (lo cual puede perjudicar todavía un poco más a los países europeos bajo sospecha de escasa solvencia), contener la subida del yen (a lo cual se ha aplicado ya de forma coordinada el G-7) y, quizá la disyuntiva más importante para el futuro del país, decidir si, además de inyecciones de liquidez, las autoridades económicas japonesas se deciden a aplicar medidas de quantitative easing, al modo estadounidense, esto es, que el Tesoro nipón emita deuda para financiar la reconstrucción que sería comprada por el Banco de Japón.

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