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Elvira Lindo
Columna
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Calumnia, que algo queda

Ya está. Lo consiguieron: el presidente de Estados Unidos, un negro que tiene Hussein como segundo nombre, ha mostrado su partida de nacimiento, y ese ser llamado Donald Trump, el último en apuntarse a las sospechas sobre el "verdadero" origen de Obama, se ha tomado este gesto como una victoria. Lo es: lo que viene a demostrar esa partida de nacimiento enviada a todos los medios de comunicación acreditados en la Casa Blanca es que siempre hay público para la estupidez. La prensa lo sabe y lo explota. Mi impresión es que cuando Barack Obama, en el encuentro con los medios esta semana, dijo aquello de "no quiero terminar sin decirles algo", no estaba utilizando a los periodistas para que sacaran de dudas al millonario Trump sobre su lugar de nacimiento; no, Obama estaba dirigiéndose a aquellos a los que se les supone oficio para seleccionar la información, para acreditar su veracidad y no dar pábulo a rumores sin fundamento.

Para el intoxicador cualquier argumento es válido para hacer daño y desviar la atención al terreno de la mentira Uno de los más tristes capítulos de los últimos tiempos es el asunto de las sedaciones del hospital de Leganés
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Yo lo entendí como una pequeña bronca. Y en este caso tenía razón. Habló con una sonrisa en los labios, pero no hubiera hecho una declaración de este tipo si no hubiera un número significativo de estadounidenses que aún piensan que Obama es musulmán y que no nació en territorio americano. El mundo está lleno de idiotas. El mundo está lleno de idiotas que tienen dinero, pero se supone que los periodistas han de hacer algo más que prestar oídos a lo que fabule un idiota dañino, que, en mi opinión, es el tipo de idiota de la peor especie, porque los hay inofensivos, incluso candorosos, dedicados a creer que Elvis está vivo y Walt Disney listo para su descongelación, pero los idiotas dañinos siembran la ira en el alma de ciertos ignorantes que están deseando tener razones para liquidar a un enemigo. El difamador no suele rendirse. Si la duda ha sido resuelta, si el presidente de su país hace pública su partida de nacimiento, el difamador contesta, ¡ja!, ahora, habrá que averiguar si ese documento es verdadero. Y aunque sea difícil creerlo para las personas racionales, esa nueva sospecha tendrá su público, porque siempre hay público para la estupidez, y no hay tribunal, presidente o evidencia que borre de la mente de un ignorante orgulloso de serlo una sospecha que le hace sentirse sagaz y en conocimiento de algo que desconocen sus semejantes. Para el intoxicador cualquier argumento es válido con tal de hacer daño y desviar la atención al terreno de la mentira y la superstición. Nosotros tenemos lo nuestro también: el asunto de las sedaciones del hospital público de Leganés es uno de los más tristes capítulos de los últimos tiempos. Una denuncia anónima enciende la mecha y a los pocos días son muchos los medios que, a través de sus comentaristas o columnistas, convierten la sospecha en evidencia: no les cabe la menor duda de que hay un equipo sanitario, liderado por el doctor Montes, que se dedica a liquidar enfermos. Los más burdos echan mano del insulto, los más sofisticados apelan a la filosofía o la ciencia para llegar a la misma conclusión, que hay una sala en ese hospital de la que nadie sale vivo. ¿Cuál es la razón? Eso lo dejamos al criterio del consumidor: matar por matar, dejar en este mundo sólo a los sanotes, conseguir camas libres para otros enfermos, despachar rápido a los ancianos... Qué importa. Todas esas informaciones fueron ilustradas con el rostro de ese médico, Montes, que unas veces aparecía con bata y otras vestido de paisano y sin corbata, lo que a juicio del exportavoz del Gobierno Miguel Ángel Rodríguez se llamaría un desarrapado. Y ese público siempre anhelante de noticias que corroboren su certeza de que ya no hay moral, ni orden, ni piedad, veía, vaya si veía, en la cara del médico el rostro de un verdugo. De nada sirvió que un tribunal eliminara toda referencia a mala praxis a Montes y su equipo. Al mal ya se le había puesto cara, y siempre habrá personas a las que ni un tribunal, ni un presidente ni la misma evidencia harán cambiar de opinión. Tal vez alguna de ellas habrá sentido que el suelo temblaba bajo sus pies cuando un médico, en un hospital público, se negara por miedo a paliar el dolor de su hija, de su madre o su hermano. Tal vez. Esta es una vieja historia. Habrá de repetirse una vez y otra. Cierto es que hay climas políticos que favorecen la calumnia, el escarnio o la mentira, y también cierto que los medios de comunicación a menudo favorecen que columnistas y opinadores les hagan el trabajo sucio, suelten por esa boca en aras de la libertad de expresión aquello que no se sienten impelidos a demostrar: es una opinión, ¡su sagrada opinión! Todo con tal de animar un espectáculo que sólo conduce a la ignorancia. Estoy convencida de que aquellos justos que acusan con tanta ligereza con frecuencia no creen en lo que están afirmando. Es el cinismo, el ansia de victoria, la falta de juego limpio con el adversario lo que les anima y les da fuelle. Para ellos la recompensa estará en el bar la mañana siguiente, cuando alguien se les acerque y les diga, con una palmada en la espalda, que menos mal que hay gente como él, como ellos, que se arriesgan a decir lo que nadie se atreve. Y a nuestro héroe se le quedará en el rostro una sonrisa beatífica, la de los que soportan el peso de la verdad sobre sus hombros.

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