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Palos de ciego
Columna
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El problema de Lanzmann

En 'El hijo de Saúl' el Holocausto no ocurre en la pantalla, sino en la imaginación del espectador

Javier Cercas

Todo indica que El hijo de Saúl, de László Nemes, se ha convertido para muchos en la película del año; la razón es que Nemes resuelve o parece resolver en ella un problema. El problema no lo planteó Nemes sino Claude Lanzmann, el autor de Shoah, la gran película sin ficción sobre el Holocausto. Simplificando, cabría formularlo así: ¿puede la ficción cinematográfica representar el Holocausto? Más aún: ¿puede hacerlo el cine, con ficción o sin ficción? La respuesta de Lanzmann es no. Según él, el Holocausto –el exterminio sistemático de millones de judíos europeos en los campos nazis– es un acontecimiento excepcional, único, demasiado monstruoso para ser reflejado con eficacia y sin inmoralidad por el cine, a menos que lo haga como lo hizo Shoah: sin el recurso a la invención, ni siquiera a las imágenes de archivo, y cediendo el protagonismo casi absoluto al testimonio oral de los supervivientes. De ahí que Lanzmann, erigido en guardián de la correcta representación del Holocausto, haya atacado sin piedad a cuantas películas se apartan de ella, que son todas o casi todas, excepto la propia Shoah.

Para él, el Holocausto es un acontecimiento demasiado monstruoso para ser reflejado con eficacia por el cine

El problema es curioso. De entrada, contiene un ingrediente personal, psicológico. Como muestran sus memorias, Lanzmann es un personaje de una vanidad indescriptible, capaz de afirmar sin morirse de vergüenza que Shoah es un filme insuperable, o que no es un filme sino un monumento; en suma: Lanzmann debería legar su ego a Oxford para que los sabios lo estudien. Que este hombre sea el responsable de las 10 horas prodigiosas de humildad y respeto por la verdad del Holocausto que integran Shoah constituye uno de esos misterios paradójicos en los que abunda la historia del arte; que tantos críticos y académicos hayan acatado sin rechistar los delirios de su egolatría constituye un misterio sin más. Porque lo cierto es que, aunque sea un acontecimiento monstruoso, el Holocausto no es un acontecimiento excepcional, casi sagrado: es un acontecimiento humano, histórico, y como tal es susceptible de ser representado por el cine. Puede hacerse bien o mal: uno puede abominar, como Lanzmann, del sentimentalismo edulcorado y demagógico de La lista de Schindler o de La vida es bella (aunque a Imre Kertész, que a diferencia de Lanzmann estuvo recluido en Auschwitz, la película de Begnini le gusta); pero eso no significa que no pueda hacerse. Nemes demuestra que puede hacerse, y además muy bien. ¿Cómo? Explotando a fondo una de las verdades centrales del cine (o de la novela): la verdad de la elipsis, según la cual todo el arte narrativo consiste en saber callar a tiempo, en comprender que un silencio vale más que mil palabras y que cuanto menos dices o muestras de algo, mejor lo representas. Es lo que hace El hijo de Saúl. La película cuenta la historia de un miembro de un sonderkommando –un deportado judío elegido por su fortaleza física para mantener en funcionamiento la industria de la muerte de las cámaras de gas– y la cuenta ateniéndose al punto de vista estricto del protagonista; esto significa que el espectador percibe sólo lo que el protagonista puede percibir y que es él quien reconstruye el espanto de Auschwitz a partir de fragmentos inconexos: cuerpos desnudos, sangre, gritos, disparos. Así, el horror no se presenta de forma directa, sino indirecta; así, el Holocausto no ocurre en la pantalla, sino en la imaginación del espectador.

Tiene razón Inma Merino: “Todas las discusiones sobre cómo representar el horror de los campos de exterminio nazi parecen resonar en El hijo de Saúl”. Ahí radica parte de su mérito, pero también su principal limitación. Porque, viéndola, uno no puede evitar por momentos la incómoda sensación de estar presenciando un ejercicio académico, de que Nemes está más preocupado por lo que Lanzmann opinará sobre ella que por el destino ínfimo y grandioso de su protagonista, ese hombre obsesionado por enterrar dignamente el cadáver de un niño en medio del horror total, como si creyera que esa ceremonia secreta puede salvar a la humanidad. Lanzmann ha aprobado la película (lo han hecho incluso sus detractores), así que Nemes parece haber resuelto el problema. Lo malo es que el problema era un falso problema, y que las grandes películas no salen del deseo de complacer a nadie, sino de las tripas.

elpaissemanal@elpais.es

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