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Tribuna
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¿Gernika? ¿Sarajevo? Alepo

Hay que parar la carnicería y el crimen a gran escala que azota la ciudad siria

Heridos tras el ataque a un hospital en Alepo.
Heridos tras el ataque a un hospital en Alepo. SANA

Debemos acabar a toda costa con los bombardeos masivos, ciegos e indiscriminados —o, peor aún, discriminados, dirigidos sobre todo contra la población civil, los convoyes humanitarios y los hospitales— que se han reanudado con más fuerza que nunca en Alepo. Debemos exigir que, en los próximos días (en las próximas horas, los próximos minutos), cesen la lluvia de acero, las bombas de racimo y de fósforo, los barriles de cloro arrojados a baja altura sobre los últimos barrios de la ciudad en manos de los moderados; que el mundo, empezando por las democracias, reaccione ante esas imágenes terribles, transmitidas por los escasos testigos que siguen allí, de niños con el cuerpo destrozado y retorcido; heridos con miembros amputados sin anestesia por médicos desesperados que también mueren; mujeres abatidas por un obús mientras, como en Sarajevo hace 23 años, hacían cola para comprar yogur o pan; voluntarios alcanzados mientras recorren los escombros en busca de supervivientes; seres sin fuerzas, rodeados de basuras y deshechos, que dicen adiós a la vida.

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Debemos sofocar las columnas de fuego y humo. Debemos disipar las nubes de gas inflamado procedentes de las sofisticadas armas de los asesinos. Debemos hacerlo, porque podemos.

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Y podemos porque esta carnicería, estos crímenes de guerra a gran escala, este urbicidio deliberado de la que fue segunda ciudad de Siria, la más cosmopolita y maravillosamente viva, estos posibles crímenes contra la humanidad a los que se suma la destrucción de unos sitios culturales y conmemorativos que forman parte del patrimonio mundial, tienen unos culpables claramente identificados y que ni siquiera intentan ocultarse.

Me refiero, por supuesto, al régimen de Damasco, al que hace mucho que deberíamos haber empezado a tratar como hicimos en su momento con el de Gadafi. Pero también a sus padrinos iraníes y rusos, que llevan cinco años bloqueando todos los intentos de resolución de Naciones Unidas; cuyos aviones han contribuido, en varias ocasiones documentadas, a esta guerra masiva contra la población civil; y que cada vez parecen más decididos a aplicar a Siria el lema ensayado en Chechenia: “Acorralar hasta el fin” a quienes el ministro de Exteriores Lavrov llama ahora “terroristas”.

A partir de ahí, el dilema es sencillo. Desde que, hace tres años, Barack Obama decidiera misteriosamente no sancionar a Bachar el Asad por haber traspasado la “línea roja” que él mismo había trazado y que prohibía el empleo de armas químicas, es de temer que la decisión recaiga especialmente, o por completo, sobre Europa.

Deberíamos hace mucho tiempo haber empezado a tratar a Damasco como hicimos en su momento con el de Gadafi

Podemos actuar, definir nuestra propia línea roja, prever, en caso de infracción, un endurecimiento de las sanciones contra una Rusia responsable de los crímenes de su vasallo sirio. Podemos tomar de inmediato la iniciativa de un espacio de negociación y presión similar al “formato Normandía” que el presidente Hollande y la canciller Merkel concibieron hace dos años para contener la guerra en Ucrania y que, de hecho, la contuvo; así obligaríamos al agresor a ceder.

O podemos no hacer nada; consentir, como dijo el embajador francés ante la ONU, François Delattre, un nuevo Sarajevo; correr el riesgo de que haya una Gernika árabe, con las escuadrillas rusas en el papel que desempeñó la Legión Cóndor en el cielo de la España republicana de 1936. Y eso no solo sería indigno, sino que agudizaría hasta el extremo todos los peligros actuales, empezando por el dramático aumento de la ola de refugiados, de los que nunca recordamos que vienen en su inmensa mayoría de Siria y son resultado directo de la no intervención de la comunidad internacional en una guerra total, sin precedentes cercanos y que hiere las conciencias.

Así estamos. Alepo asediada, rota, sin rendirse, muriendo de pie. Alepo exhausta, ultrajada, arrinconada y abandonada por el mundo. Alepo, que es nuestra vergüenza, nuestro crimen de omisión, nuestra degradación, nuestra capitulación ante la fuerza bruta, nuestra resignación ante lo peor del ser humano. Alepo, que ha dejado de pedir ayuda. Alepo, que muere y nos maldice.

Y una Europa en primera línea que, aunque solo sea por la presión de un pueblo al que no ha sabido proteger y que llama a sus puertas para que lo acoja, se juega su futuro y una parte de su identidad. ¿Entregará esa Europa en Alepo lo que le queda de alma? ¿O sabrá recuperarse, engrandecerse y revivir? Esa es la cuestión fundamental.

Bernard-Henri Lévy es filósofo.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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