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¡Basta!, ya me cansé

La política mexicana se ha vuelto un carnaval en el cual los ciudadanos no somos más que espectadores

Los mexicanos solemos quejarnos de que hemos perdido presencia en el mundo. Vemos que en América Latina no somos el gran país que antes sentíamos ser, con embajadores de lujo como El Chapulín Colorado y Verónica Castro, que hacían un eficaz tándem con una política exterior consecuente. Nos hiere al orgullo el ver cómo son otros los que ocupan nuestro lugar, y lejos de poder echar en cara que tenemos abiertas las puertas del paraíso en Norteamérica, nuestros socios comerciales también nos magullan. Los estadounidenses nos maltratan, a veces hasta la humillación, en sus fronteras, y los canadienses nos impusieron un sistema de visas con exigencias tan vastas, que lo único que no piden es acta de defunción.

No hemos llegado a ser una especie de paria en el mundo, pero desde hace un buen tiempo nuestros hermanos latinoamericanos nos ven como la oveja descarriada. En el mundo tampoco gustó que les diéramos la espalda y prefiriéramos casarnos con Estados Unidos. Hace tiempo que los candidatos mexicanos a dirigir organismos internacionales se quedan en el camino, y los últimos que han llegado se lo deben a sus viejas relaciones personales y profesionales, donde ser mexicano es un accidente geográfico y no un determinante político.

Cuando nos preguntamos por qué pasa esto, siempre nos respondemos que es culpa del Gobierno. Aunque uno siempre se resiste a análisis reduccionistas, la sabiduría popular no está muy equivocada en esta ocasión, aunque sí quedó limitada. Y si uno es autocrítico, podría decir que es una bendición divina que el prestigio mexicano en el mundo no haya llegado aún a la categoría de inexistente, pues nuestra clase políticamente realmente se ha esmerado en hundirse, y hundirnos.

El ejemplo más claro en estos días se llama Juanito, que nació como Rafael Acosta, y que en cuestión de semanas fue inventado -literalmente hablando- como un candidato subrogado. La idea era que ganara una elección que a la candidata original, por hacer trampa durante el proceso electoral, la eliminó el tribunal electoral. Su misma maquinaria política trabajó para Juanito y ganó, pero una vez electo, decidió que ya no quería renunciar, colocando a toda la izquierda en el Distrito Federal, su principal granero de votos en el país, en una vergonzosa encrucijada, y a su creador, el líder de la izquierda social, Andrés Manuel López Obrador, como sujeto de sorna nacional.

En México hay políticos profesionales y no profesionales que toman todos los días decisiones que afectan a los mexicanos. Tenemos a un diputado local, Christian Vargas, que el otro día, como su nueva oficina no tenía vista a la calle, rompió una puerta de coraje, y más adelante, en protesta porque una funcionaria del medio ambiente llegó en bicicleta al Congreso local, se fue a la calle, golpeó a dos personas, les robó su bicicleta y la cargó hasta la tribuna parlamentaria para decir que todo era un "fraude". También hay quienes no toman decisiones, como María Rojo, presidenta de la Comisión de Cultura del Senado, que jamás convocó a una reunión de su comisión durante todo el periodo de sesiones porque los tiempos coincidían con los que le dedicaba a grabar una telenovela de gran rating.

Un secretario de Economía, Gerardo Ruiz Mateos, que ha llegado a atender a empresarios que van a plantearle problemas sentado sobre su escritorio en posición de flor de loto, y un consejero electoral, Marco Gómez, miembro de un organismo del Instituto Federal Electoral, declaró deberse a los partidos políticos no a los ciudadanos, que es la bandera que presume la institución. En el Instituto Federal de Acceso a la Información, se nombró como consejera a Sigrid Arzt, quien era asesora de seguridad nacional en la Presidencia, donde la secrecía es el nombre del juego. También tenemos un gobernador en Campeche, Fernando Ortega, que manipuló una fotografía donde en lugar de una persona que aparecía en medio de los presidentes Calderón y Álvaro Colom de Guatemala, se insertó él, por medio del photoshop, para dar la impresión de cercanía e influencia.

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Vivimos también en medio de declaraciones esquizofrénicas. Un día, el presidente Calderón propone la reelección de alcaldes en México, como un paso hacia la consolidación democrática, y 72 horas después advierte que la penetración del narcotráfico en la política se da por la vía de los alcaldes. Durante semanas, la presidenta del PRI, Beatriz Paredes, guardó silencio ante la crítica de la que era objeto luego de que 17 congresos locales controlados por los priistas habían aprobado la penalización del aborto, contra una política institucional del partido a lo largo de años por la despenalización. Cuando finalmente Paredes dijo que ella era de izquierda, pro aborto, pero sobretodo una demócrata que no podía cambiar conciencias, le dijeron mentirosa y le documentaron que presionó a gobernadores y diputados priistas para decirles que si no penalizaban el aborto, habría consecuencias presupuestales.

Cómo nos pueden tomar en serio si nosotros mismos no nos tomamos en serio. Estamos a punto de entrar en un año paradigmático, 2010, para celebrar el bicentenario de nuestra independencia y el centenario de nuestra revolución. Lo visible de la celebración son señalizaciones en todas las carreteras que dicen "Ruta 2010", que no llevan a ningún lado, y el rebautizo de vías rápidas en algunas ciudades como "Circuito Bicentenario". También se conmemoran los 150 años de la promulgación de las Leyes de Reforma, que son las que le dieron sustento y contenido al México de hoy en día, pero como eran liberales quienes las promulgaron, el gobierno conservador de Calderón decidió omitir esa celebración.

Estamos mal y vamos para peor. Nuestra política se ha vuelto un carnaval en el cual los ciudadanos no somos parte más allá de espectadores. Pero nos lamentamos, gemimos, somos nostálgicos en nuestros reclamos, al tiempo que pasivos, apáticos y desarticulados como sociedad, como si efectivamente no hubiera nada qué hacer. Estamos frustrados y parecemos castrados. Nos sentimos impotentes, pero cómo gritamos. Cuando menos hagamos eso como un primer paso, y decirle a nuestra clase gobernante: ¡Basta!, ya me cansé. Es el principio orwelliano para que no digan que todos los mexicanos somos iguales.

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