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Hartos del Faraón

En 2003 los egipcios, como la mayoría de sus hermanos árabes, fueron unánimes: rechazaron la pretensión de Bush de "llevar la democracia" a Irak a lomos de bombarderos, misiles y carros de combate. Lo dijo, por la cuenta que le traía, el autócrata Mubarak. Lo dijeron, considerándolo como una injerencia de los cruzados judeo-cristianos en los asuntos de la umma, los islamistas más o menos moderados de los Hermanos Musulmanes. Y lo dijeron alto y claro reformistas y demócratas como el escritor Naguib Mahfouz, el cineasta Youssef Chahine y el sociólogo Diaa Rachwan.

A estos últimos, como es habitual, se les prestó escasa atención en Estados Unidos y Europa. Y sin embargo, lo que declaraban era muy interesante: imponer la democracia en el mundo árabe por la fuerza de las armas occidentales era una colosal chaladura; esta vía, amén de inmoral, era contraproducente, sólo podía contribuir a dar argumentos y reclutas a los islamistas y hasta a los yihadistas. Las libertades sólo llegarían a los países árabes por movimientos nacidos en su interior, aunque, eso sí, los occidentales, podían ayudar, y mucho, de dos maneras: apretando las clavijas a los regímenes autocráticos y expresando de modo ostensible su compromiso con los demócratas marroquíes, argelinos, tunecinos, egipcios, sirios, jordanos, etc.

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Pues bien, ayer, martes, miles de valientes egipcios ocuparon la plaza de Al Tahrir, en el corazón de El Cairo, gritando "Libertad, libertad, libertad", exigiendo la salida de Mubarak y condenando su desvergonzada pretensión de dejarle en herencia a su hijo Gamal la presidencia de la república. Seguían el ejemplo de sus hermanos tunecinos, que acaban de derrocar al dictador Ben Alí y han abierto en su país un proceso difícil, convulso y esperanzador de transición a la democracia.

Se confirmaba así lo anunciado en la tarde del 14 de enero, la de la caída de Ben Alí: las juventudes urbanas de los países árabes del norte de África, mayoritarias demográficamente, comparten la misma sed de libertad, trabajo y dignidad, y están informadas, gracias a las televisiones por satélite (las occidentales y Al Yazira) y a Internet, de lo que ocurre en su entorno y en todo el planeta. El éxito inicial de la revolución del jazmín y la sangre de Túnez iba a despertar sus esperanzas, así que los regímenes autoritarios, en especial los de Argelia y Egipto, debían prepararse para afrontar un período de turbulencias.

En el caso argelino, el recuerdo de la atroz guerra civil que asoló el país en los noventa puede ser un freno a los movimientos contestatarios; en el egipcio, el ejemplo tunecino llueve sobre mojado: en los últimos años las protestas juveniles, democráticas y sindicales han ido aflorando de modo persistente pese a la ferocidad de la represión.

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Ayuda a entenderlo El edificio Yacobian. La novela de Alaa Al Aswany, que dio origen a la película homónima, es un excelente retrato de El Cairo contemporáneo, una ciudad ruidosa, contaminada y superpoblada, cuya gente lucha a diario por un plato de habas sin perder el humor. Sus gobernantes no les ofrecen a los cairotas los niveles más elementales de libertad y trabajo, pero sí un trato burocrático y humillante y un ejemplo bochornoso de corrupción. Tres datos básicos dan la medida de lo que estamos hablando: Egipto, con 81 millones de habitantes, es el país más poblado del mundo árabe; la media de edad de sus habitantes es de 24 años, y su renta per capita es de 6.000 dólares anuales, cinco veces inferior a la española. Un polvorín.

Pero los demócratas egipcios lo tienen aún más difícil que los tunecinos. Si el apoyo occidental a la revolución del jazmín y la sangre ha sido escaso o nulo, lo será aún menos a las protestas democráticas del valle del Nilo. Para Estados Unidos, es crucial disponer ahí de un régimen policial sólido que garantice la seguridad de Israel, y por eso le regala anualmente miles de millones de dólares desde la firma de los acuerdos de paz de Camp David, en 1978. Y al establishment europeo le paraliza el miedo a que la caída de Mubarak suponga la llegada al poder de los Hermanos Musulmanes. Europa sigue actuando en base a la errónea idea de que la autocracia es la única alternativa posible a la teocracia en el norte de África.

Hay, no obstante, algún elemento esperanzador. En la noche del martes al miércoles, con la policía aún dispersando a los manifestantes cairotas, Obama, en su discurso del Estado de la Unión, dijo algo que le honra a propósito de la revolución tunecina: "El deseo del pueblo ha demostrado ser más fuerte que el puño del dictador". Y añadió: "Permítanme decirlo con claridad: Estados Unidos apoya al pueblo de Túnez y las legítimas aspiraciones democráticas de todos los pueblos". Va mucho más lejos que los líderes europeos.

Se habla de la influencia de Twitter y Facebook en las protestas democráticas norteafricanas. Y es cierto que esas redes sociales están desempeñando un importante papel a la hora de transmitir informaciones y convocatorias, aunque, a la hora de la verdad, la protesta siga haciéndose a la vieja usanza: en la calle, enfrentándose a la policía y pagando un elevado precio de sangre.

No se habla tanto, en cambio, de la influencia de Obama y su discurso de El Cairo de junio de 2009. Es probable que algún día se subraye que, al proclamar el fin de la visión de Bush del choque de civilizaciones entre el islam y Occidente, al expresar un profundo respeto por los árabes y musulmanes y al manifestar que el principio fundamental de la revolución americana, la igualdad de todos los seres humanos en su aspiración a la libertad, la justicia y la búsqueda de la felicidad, también es de aplicación a la umma, Obama estuviera contribuyendo a un cambio histórico.

En 1981 un oficial islamista egipcio llamado Al Islambuli asesinó al rais Sadat durante un desfile militar. "He matado al Faraón", proclamó al ser detenido. Dos años antes la revolución jomeinista había triunfado en Irán. Fueron dos acontecimientos que marcaron el comienzo del ascenso del islamismo político en el mundo árabe y musulmán. Hoy, sin embargo, podemos formular razonablemente la pregunta que se hace el especialista Olivier Roy en un reciente artículo sobre Túnez: "¿Dónde han ido a parar todos los islamistas?". Siguen ahí, sin duda, pero es posible que la marea teocrática iniciada hace más de tres décadas esté comenzando a recular.

Lo seguro, en todo caso, es que los demócratas egipcios están hartos del actual Faraón.

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