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TRIBUNA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La clave está en Colombia

Santos, alejándose del uribismo, lleva a cabo una revolución tranquila y va sacando al país del abismo

¿Es la integración de América Latina un espejismo? Dos o tres conjuntos y algunos casos singulares escenifican el proceso. Mercosur (Brasil, Argentina, Uruguay, Paraguay) -con quien la Unión Europea no ha logrado aún crear un Acuerdo de Asociación- es el más coherente. La cohesión centroamericana gana puntos. Las mayores dificultades se dan en la Comunidad Andina de Naciones (Bolivia, Ecuador, Perú, Colombia), bloqueada por serias dificultades internas, ideológicas y técnicas.

Deng Xiaoping, un presidente clave en la evolución china, sorprendió en 1988 con este vaticinio: “Se dice a menudo que el siglo XXI será el siglo del Pacífico, pero yo creo que podría ser también el siglo de América Latina”. Más de 20 años después, las relaciones comerciales y de inversión entre China y Latinoamérica han crecido espectacularmente, pero ¿está América Latina -una América ni genuina ni plenamente integrada- en condiciones de protagonizar el siglo XXI?

A corto plazo no parece fácil, pero tal vez pueda afirmarse que el camino se ha iniciado. México, Colombia, Perú y Chile trabajan en esa dirección a través de una asociación informal denominada Arco del Pacífico. Más de 200 millones de personas, más del 35% del PIB latinoamericano y más del 55% de las exportaciones de esa región al resto del mundo son sus credenciales. Por su lado, Brasil y Argentina tienen una ingente relación comercial e inversora con China. Tanto que en un lustro -salvo que Mercosur y la Unión Europea culminen el Acuerdo de Asociación, hoy en litigio- Pekín nos habrá suplantado.

Si un bloque como Mercosur y los cuatro Estados del Arco del Pacífico se coordinaran en su acción exterior, comercial y de inversiones, el presagio de Deng podría ser un hecho a medio plazo. En mi opinión, de esos países mencionados, la clave está en Colombia. Por población, territorio y recursos naturales, Brasil y México constituyen la avanzadilla, pero el tejido institucional mexicano está severamente dañado por la corrupción, la violencia y la ineficacia y no parece hallarse en vías de reforma.

¿Está América Latina -una América ni genuina ni plenamente integrada- en condiciones de protagonizar el siglo XXI?

Un país o grupo de países que aspire a ser relevante en este siglo no solo debe poseer una sobresaliente presencia exterior, sino también sólidas y confiables instituciones internas, sin las cuales la vertiente externa acaba diluyéndose. Quizás a algunos les resulte paradójico u osado, pero estoy persuadido de que Colombia está camino de convertirse en el socio ideal de Brasil para liderar el proceso. Tras un largo conflicto armado (aún no concluido) con guerrillas supuestamente izquierdistas y la masiva actuación criminal de bandas paramilitares auspiciadas por terratenientes, con la complicidad de sectores del Ejército durante la anterior presidencia de Álvaro Uribe, Colombia está comenzando a salir del abismo.

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La nueva Administración del presidente Santos (un centroderechista inteligente, convertido en reformador radical que goza de muy alta popularidad y que ha sabido integrar en su beneficio -y en el del país- a todas las fuerzas políticas existentes, con excepción de la izquierda, hoy desintegrada y cuya reconstitución es importante, también en beneficio del país) está llevando a cabo una revolución tranquila. La prensa local denomina el asombroso fenómeno “la metamorfosis” del presidente Santos.

Recién cumplido su primer año de mandato, el presidente ha normalizado la relación entre los tres poderes del Estado (el enfrentamiento entre Uribe y el Tribunal Supremo era constante) y está reformando el sistema judicial, amén de haber aprobado la Ley de Víctimas y de Restitución de Tierras (con el fin de hacer justicia a los miles de campesinos extorsionados o/y asesinados en los años anteriores).

Además, significativos escándalos (megafraude en la sanidad pública, sistema crediticio, parapolítica-paramilitares, escuchas ilegales, narcotráfico, minería ilegal, corrupción carcelaria, exportaciones ficticias, subsidios agrícolas, entre otros) han sido denunciados y encausados, individual o conjuntamente, por el Gobierno, la Fiscalía y el Tribunal Supremo. Como escribía en estas páginas el mexicano Jorge Volpi, “en Colombia, los jueces enfrentaron a narcotraficantes, guerrilleros, paramilitares y políticos -a veces con el costo de sus vidas- hasta tejer un sistema judicial verdaderamente autónomo y eficaz”. (EL PAÍS, 11 de agosto de 2011).

Y en política exterior, Bogotá ha normalizado las relaciones con Ecuador y Venezuela, puesto fin al incondicionalismo con Estados Unidos y potenciado Unasur, amén de actuar brillantemente, como miembro no permanente del Consejo de Seguridad onusiano, en el ejercicio de la responsabilidad de proteger en el caso libio.

Dado el trágico panorama de Colombia durante décadas (asesinatos de sindicalistas, periodistas y activistas pro derechos humanos, entre otros, crímenes que aún tienen lugar aunque en mucha menor medida, y ahora se persiguen y condenan), es lógico que haya sectores de opinión escépticos que estimen que poco ha cambiado de Álvaro Uribe a Juan Manuel Santos. A ellos se les puede decir que, ciertamente, no todo ha cambiado por completo todavía, pero que legal, jurídica e institucionalmente, se ha modificado todo lo necesario para hacer posible el gran cambio definitivo: la consolidación de Colombia como Estado de derecho y sociedad moderna y normalizada. Una sociedad, desde luego con memoria histórica, pero reconciliada consigo misma y con el Estado, desde ahora un ente confiable y no temible. En definitiva, una Colombia que contribuya, en cooperación con sus hermanos latinoamericanos, a convertir en real el buen augurio de Deng Xiaoping.

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