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TRIBUNA
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Lecciones de Brasil para Europa

El BCE y el FMI exigen sacrificios financieros que imposibilitan volver al crecimiento

Fernando Henrique Cardoso

La última oleada de convulsiones del orden financiero internacional, para quienes en los países en vías de desarrollo nos hemos convertido a lo largo de los años, y a nuestro pesar, en expertos en crisis financieras, no ha sido lamentablemente una sorpresa. En gran medida, las recetas y recomendaciones que los llamados expertos ofrecen hoy en día para los persistentes problemas de los países ricos son exactamente las mismas que se proponían en décadas anteriores para países como Brasil. Ahora la diferencia estriba en que, como la crisis afecta al centro y no a la periferia del sistema, los riesgos y las repercusiones mundiales son mucho mayores.

Antes, los representantes de los países —bancos centrales y ministros de Hacienda— se esforzaban por demostrar que no había razones para comparar las penalidades de su propio país con las tragedias de otros. Nuestra situación fiscal no era la misma; nuestra tasa de endeudamiento en relación con el PIB no era tan elevada; la deuda internacional estaba en manos de titulares nacionales y en divisas locales, etcétera. Pero siempre había un factor crítico: las cuentas en moneda extranjera. Si los flujos de capital se detenían, permitiendo la refinanciación de la deuda, el fantasma de la suspensión de pagos asomaba la cabeza y con frecuencia se llevaba todo por delante, condenando a los países afectados por el contagio a años de austeridad fiscal y escaso crecimiento.

Durante la década de 1990 y a comienzos de este siglo, parecía que todos los problemas de los países pobres (algunos ya no lo eran tanto y pusieron de moda las siglas BRIC) se topaban con la misma receta. El Fondo Monetario Internacional (FMI) proponía una drástica disciplina fiscal, una reorganización de las propiedades públicas mediante privatizaciones, una mayor apertura a los flujos de capital, nuevas inversiones y, en los casos más graves, una reestructuración de la deuda exterior, como ocurrió en el Plan Brady.

En consecuencia, la receta no garantizaba una senda sin baches hacia el crecimiento. Para poder crecer de nuevo, era necesario atraer capital extranjero, pero sin exponerse a los flujos más veleidosos y volátiles, es decir, a lo que entonces se llamaba “dinero candente”. Sin embargo, en la práctica, era muy difícil separar el trigo de la paja y era frecuente que, cuando la situación se deterioraba hasta el punto de hacer necesarios préstamos extranjeros para cubrir los déficits en la balanza de pagos, el peligro fuera mortal.

El plan brasileño que curó el sistema financiero sí castigó a los banqueros

¿Qué le pedíamos los gobernantes de esos países a la comunidad internacional en esos tiempos difíciles?: una mayor y mejor regulación que permitiera limitar la especulación contra nuestras divisas, la creación de fondos de mayor magnitud y más accesibles, y que el FMI se fortaleciera, ajustando al mismo tiempo sus políticas para beneficiar a los países con crisis de liquidez. Para financiar esos fondos, algunos recuperamos la idea de la tasa Tobin, que grava las operaciones de cambio de divisas.

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Finalmente, apuntábamos que, si la austeridad fiscal superaba cierto límite, acabaría con cualquier esperanza de recuperación del crecimiento, además de hacer insostenible la situación sociopolítica de nuestros países. A pesar de nuestra insistencia, nadie nos escuchó. En general, los países que no estaban en situación de negociar mejores condiciones con el FMI padecieron largos periodos sin crecimiento, de constante incapacidad para asumir sus deudas y de estallidos sociales.

Mejor les fue a ciertos países emergentes. Ese fue el caso de Brasil, que en 1994 asumió voluntariamente el riesgo de lanzar el Plan Real para crear una nueva divisa y acometer otros cambios económicos estructurales. Modificamos drásticamente las bases de nuestra política fiscal, limpiando el erario público, tanto federal como estatal, e imponiendo al sistema financiero controles estrictos que, siguiendo las directrices de Basilea, entonces supervisó nuestro banco central.

Al mismo tiempo, aunque llevamos a cabo privatizaciones, no nos olvidamos de la necesidad de fomentar la competencia en el sector privado, sin dejar de mantener activos mecanismos de crédito público como el Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social (BNDES) y el Banco do Brasil, que habrían de permitir la reestructuración de las empresas brasileñas. En algunos casos creamos organismos mixtos, público-privados, para antiguos monopolios estatales como Petrobras. Además, desde 1994 Brasil ha venido cultivando políticas que garanticen un auténtico incremento del salario mínimo, creando en 2000 una red de protección que incluye el conocido programa “Bolsa Familia”, que vincula las ayudas sociales a la asistencia de los niños a la escuela, reduciendo la pobreza y también ligeramente la desigualdad.

Estamos ante un incierto escenario mundial. La puesta en marcha de la regulación financiera propuesta en las reuniones del G-20 se enfrenta a obstáculos fruto de intereses nacionales. Cada banco central funciona como le parece. La Fed de Estados Unidos inunda su país y el mundo de dólares, realizando operaciones propias de la banca comercial sin preocuparse de la ortodoxia.

Los responsables del caos financiero no solo no han sido castigados, sino que reciben primas (al contrario que en el plan brasileño que curó el sistema financiero, donde sí se castigó a los banqueros). El desempleo no se va a reducir, porque no hay ni consumo ni inversión. El Banco Central Europeo y el FMI exigen a los países que están prácticamente en bancarrota sacrificios financieros que, al mismo tiempo, imposibilitan el retorno al crecimiento, y con él a la normalidad. Los tipos de interés se mantienen prácticamente a cero y se proclama que seguirán ahí, pero las economías no responden. En Europa, cada país elige su propia política fiscal y no hay mecanismos armonizadores. El desempleo y la agitación política, de la mano de la amenaza de bancarrota, se ciernen como fantasmas sobre esos países.

Los emergentes, con China en vanguardia, han escapado a esta realidad. ¿Pero hasta cuándo? Es evidente que una larga recesión o una contracción acusada transmitirán sus efectos negativos a las economías emergentes a través del comercio exterior. Antes de que eso ocurra y de que el desastre sea todavía mayor, es necesario un entendimiento mundial, que debería comenzar por reconocer que las deudas de algunos países europeos no se pueden pagar.

Mediante una reestructuración —o como se le quiera llamar— similar al Plan Brady, es necesario aliviar las penalidades de los llamados PIGS (Portugal, Italia, Grecia y España) y de otros países en situación similar. Para volver al crecimiento, y teniendo en cuenta sus deudas interior y exterior, y la desesperada situación de sus bancos —cargados de activos cuya auténtica calidad se desconoce—, no tienen más opción que reducir drásticamente el valor de dichas deudas. Sobre todo si, al mismo tiempo, se ven sumidos en la crisis fiscal y el descontento político.

Esa reestructuración carecerá de bases políticas o morales en las que asentarse si no se acompaña de una mejor distribución de las cargas que conllevarán las pérdidas. El llamamiento de Warren Buffet, seguido por el de millonarios de otros países, pone al descubierto la insensatez de las ideas del Tea Party, que pretende cargar la responsabilidad sobre los más pobres, completamente ajenos a las causas de la crisis.

Para terminar, hay que decir que, o bien se rescata el sistema financiero europeo mediante un enorme programa de recapitalización o el euro se vendrá abajo por la falta de unidad fiscal. Además, la Unión Europea podría también reducirse, permitiendo a algunos de sus miembros recuperar sus propias divisas y devaluarlas.

Nada se conseguirá sin dirigentes políticos fuertes y dispuestos a redistribuir el poder mundial y a reorganizar fundamentalmente sus propias perspectivas. ¿Habrá energía suficiente para ese entendimiento? Ese es el enigma de este momento histórico.

Fernando Henrique Cardoso fue ministro de Hacienda de Brasil entre 1993 y 1994, y presidente entre 1995 y 2002. Es miembro del Consejo para el siglo XXI del Instituto Berggruen.

© 2011 Global Viewpoint Network / Nicolas Berggruen Institute.

Traducción de Jesús Cuéllar Menezo.

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