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Análisis

Colombia derrumbando mitos

El Estado colombiano está recuperando la capacidad de ejercer autoridad en todo su territorio. Ahora, para las FARC, el único riesgo es que quieran seguir en guerra

Hace varios años, durante una conferencia, un general salvadoreño refiriéndose a porqué no habían podido controlar a la insurgencia en 1980 dijo: “el problema fue que a los civiles que estaban en el gobierno los asustó el olor a sangre”. Hablando de violencia y sangre, Colombia viene de donde asustan y hace un par de décadas era un país que podía considerarse desahuciado. La caída en combate de Alfonso Cano el pasado viernes se suma a una indiscutible cadena de hazañas que está convirtiendo a los militares y policías colombianos en leyenda. Sin duda, sus capacidades superan ahora por mucho a las de los estadounidenses que aun no terminan de hacer el giro a una doctrina que convierta la legitimidad en eficacia.

Hace unas décadas Argentina era el modelo de éxito en el ejercicio de la represión para Latinoamérica y la Escuela de las Américas de los Estados Unidos en Panamá era el centro donde militares y policías aprendían a torturar y matar. Ahora los argentinos están en las cárceles y los estadounidenses siguen siendo ineficaces en librar guerras irregulares. ¿Qué pasó en Colombia? ¿Cómo han logrado los militares y policías pasar de villanos a héroes? Sobre el uso del monopolio de la violencia legitima por parte del Estado, existe un imaginario universal que se construyó durante muchos siglos de ejercicio autoritario del poder. Era un mundo menos comunicado, más rural, menos civilizado y con menos legalidad. En ese imaginario la crueldad era virtud, la compasión defecto y el principio central era que “la ley entra con sangre”. Desde la “Santa” Inquisición de la Iglesia Católica hasta las torturas en las cárceles de Abu Ghraib en Irak se justificaron en esas creencias y así han seguido construyendo los Estados su forma de dominación, sea con gobiernos de izquierda o de derecha.

Europa Occidental, resultado de una larga y dolorosa historia de violencias y guerras brutales, logró avanzar en relacionar eficacia con legitimidad. Entendió que los derechos humanos no eran un “estorbo ético”, sino un instrumento para ganar conflictos. Esto no es perfecto, pero podemos afirmar que los Estados europeos son los menos peores en el ejercicio de la coerción.

En el imaginario autoritario existe la creencia de que los encargados de la coerción son una especie de “matones buenos”. En situaciones de confrontación esto se transforma en una competencia de crueles venganzas. La formación de policías y militares ha sido más un tema de fuerza que de ciencia. Pero el mundo cambió, existe ahora un poder fiscalizador mediático, político, social y legal sin precedentes. Las guerras se libran en medio de la gente y la mayoría son conflictos entre la gente. Los daños colaterales son muy costosos y perder a la gente es perder la guerra, así se trate del entorno social de insurgentes, bandidos o terroristas. Portarse bien produce información de inteligencia, reconocimiento social y victorias. Violar los derechos humanos es auto-derrota y encubrir crímenes es una gran estupidez.

Lo anterior ha puesto en crisis a “Rambo”, que por su escasa educación y pobres valores democráticos puede ahora acabar en las filas del crimen organizado. El monopolio de la violencia legítima ya no debe estar más en manos de los violentos. El predominio del poder civil y la especialización académica universitaria en seguridad resultan vitales. Hay necesidad de un mejor equilibrio entre intelecto y fuerza. Como dice Antanas Mockus, ex alcalde de Bogotá, “un policía es un ciudadano formador de ciudadanos”. Policías y militares deben ser personas pacíficas, con capacidad para entender sociológicamente los conflictos, pero entrenados para usar la fuerza como recurso de última instancia.

Cuando los soldados colombianos rescataron a Ingrid Betancourt de manos de las FARC, hicieron evidente un cambio fundamental en la doctrina militar y en el sentido que debe tener el riesgo profesional para los hombres de armas en las guerras modernas. Fueron a un combate sin armas y se expusieron a morir o ser prisioneros porque el principio operacional era evitar daños a los secuestrados. Morir por proteger en vez de matar por protegerse constituye un cambio de 180º para militares y policías. Ese cambio los vuelve verdaderos héroes y sujetos de un gran reconocimiento social. Imaginemos como habría sido el rescate de Betancourt por fuerzas estadounidenses que tienen el principio de evitar bajas propias como pilar de sus operaciones. No digamos al “gorila” salvadoreño de los años ochenta que pensaba que realizando masacres ganaría un conflicto, cuando lo que hizo fue trasladar legitimidad a la insurgencia y multiplicarle su fuerza. La actual crisis de seguridad del continente no tiene que ver sólo con el narcotráfico, sino esencialmente con la urgencia de una profunda transformación en las instituciones de seguridad y justicia, de esto muy pocos gobiernos se han preocupado. Por ello la importancia de la experiencia colombiana.

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El aprendizaje de los militares y policías colombianos ha sido doloroso, han hecho de todo, torturaron, se corrompieron, asesinaron, masacraron y formaron paramilitares. Contribuyeron a la idea de que “desmovilizarse era morir” y esto obstaculizó por mucho tiempo la paz en Colombia. Ocurrió con la Unión Patriótica y con el M19. Durante décadas los insurgentes pensaron que estar alzados era más seguro que estar desmovilizados. Pero eso ahora es un mito y hay decenas de miles de guerrilleros desmovilizados viviendo en paz y rehaciendo sus vidas. El Estado colombiano está recuperando la capacidad de ejercer autoridad en todo su territorio y es capaz de llegar con su fuerza a cualquier lugar. Ahora, para las FARC, el único riesgo es que quieran seguir en guerra.

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